BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Los organismos financieros internacionales tienen la peculiaridad de recomendar políticas para el largo plazo, con consecuencias inmediatas en el corto, para revisarlas luego de pasados varios años debido a las resistencias que generan por sus pésimos resultados. Ha sido sorprendente la perseverancia de esa estrategia a lo largo de su existencia, pero ha tenido una actitud más intensa desde la década del ’80 con la expansión de la globalización. El papel del Banco Mundial en ese escenario ha sido relevante como soporte ideológico y diseñador de las denominadas “reformas estructurales”. Estas eran el marco para implementar las políticas de ajuste que recetaba el Fondo Monetario Internacional. Esas dos entidades son como los mellizos Richardson nacidos la última semana en Middlesborugh, Gran Bretaña, que uno es negro y otro es blanco. Parecen distintos pero tienen la misma carga genética familiar. El Banco Mundial alentó la apertura financiera, bautizando a los mercados de los países subdesarrollados como “emergentes”, impulsó la flexibilización laboral, la desregulación y apertura comercial y la privatización de las empresas públicas y también del sistema de jubilación estatal. Para cada uno de esos capítulos decenas de papers de economistas del staff e invitados ponderaban los beneficios de esas reformas. En los últimos años, otros economistas del elenco estable de la institución e invitados empezaron a evaluar en forma crítica esas políticas, sin descartarlas de lleno pero sí apuntando sobre ciertos efectos adversos de su implementación. No se reconvirtieron en críticos de la ortodoxia ni reniegan de las reformas recomendadas, pero en diversos documentos han reconocido la necesidad, en ciertas circunstancias, de controles al movimiento de capitales especulativos o han admitido los efectos negativos de las normas de flexibilización sin una eficiente cobertura social o las debilidades del sistema de AFJP o el impacto regresivo de las privatizaciones. Ahora, el Banco Mundial aprobará a mediados de noviembre líneas de créditos claves, a través de su brazo para atender al sector privado –la Corporación Financiera Internacional (CFI)–, para el proyecto de la pastera de la finlandesa Botnia. Para otorgarlo, en su evaluación, afirma que ese emprendimiento no contaminará. Si finalmente la empresa empieza a funcionar, existe la decepcionante posibilidad de que dentro de unos años el Banco Mundial vaya a presentar informes revisando sus definiciones actuales sobre la pastera de Botnia. Entonces, del mismo modo que con la experiencia de los noventa, las consecuencias serán devastadoras.
Existe un caso paradigmático de mala praxis del Banco Mundial, expuesto por vía de documentos de trabajo de sus propios especialistas (informado por este cronista en la producción Yo no fui, suplemento económico de Página/12, Cash, 3 de agosto de 2003). El primero de esos papers, publicado a comienzos de los ’90, ofrecía recomendaciones para hacer más atractivas las privatizaciones (Argentina. From insolvency to growth, 1993), a saber: el Estado se tenía que hacer cargo de las deudas de las compañías pública a rematar; reducir en casi 40 por ciento promedio el plantel de trabajadores; los recursos obtenidos de las ventas aplicarlos a pagar deuda externa; y las tarifas debían ser a precio internacional con indexación por la inflación de Estados Unidos. Un par de informes de revisión fueron publicados diez años después. Uno (Impacto social de la crisis argentina en los sectores de infraestructura, abril 2003) criticaba la estructura tarifaria porque castigaba el presupuesto de los segmentos pobres de la sociedad debido al nivel relativamente alto del cargo fijo del servicio expuesto en las facturas. El otro (Allocating exchange rate risk in private infraestructure contracts, junio 2003) advertía que las tarifas no deberían ser establecidas en moneda extranjera y que ante una devaluación ni el Gobierno ni los usuarios deberían asumir el llamado “riesgo cambiario”
Esta alteración en el análisis de un proceso de las reformas propuestas, que no implica su rechazo sino la búsqueda de las deficiencias de una política a la que igualmente consideran correcta, se repite en otras áreas. Para algunos se trata de un comportamiento perverso, para otros de hipocresía y varios consideran que consiste en una honesta autocrítica para mejorar las recomendaciones que vienen atadas a sus planes de financiamiento. Sea lo que fuere, no puede ignorarse esa volatilidad de las evaluaciones del Banco Mundial sobre cuestiones estructurales, con impacto sobre el desarrollo del país, el medio ambiente y el destino de millones de personas.
El directorio del Banco Mundial aprobaría a mediados de noviembre dos créditos por un total de 170 millones de dólares para financiar la construcción de la planta de celulosa de Botnia. Ese dinero lo canalizará a través de la CFI. Además, la compañía finlandesa obtendría un seguro de riesgo político por 300 millones de dólares de otro brazo de ese organismo: la Agencia Multilateral de Garantías de Inversiones (MIGA). Como antecedente, la CFI participó en el capital de dos de las empresas privatizadas que incurrieron en importantes incumplimientos contractuales que derivaron en la caída de la concesión y posterior estatización del servicio (Aguas Argentinas y Correo Argentina). La CFI reclama la aprobación del BM para otorgar financiamiento a Botnia a partir de un informe que, según aseguran, disipa las dudas sobre los riesgos ambientales del proyecto. Como publicó Página/12 en su edición del 15 de octubre pasado, ese informe “independiente” fue elaborado por la Consultora Ecometrix, que sostiene que las papeleras no contaminarán. El detalle es que en ese documento trabajó un ingeniero hidráulico vinculado a Botnia, Ismael Piedra Cueva, quien fue el responsable de la evaluación de impacto ambiental que la empresa presentó al Uruguay para pedir su habilitación.
El Banco Mundial y sus instituciones periféricas (CFI, MIGA y también el Ciadi, tribunal arbitral que reúne demandas millonarias contra Argentina) operan en función de los intereses de los países-socios más fuertes. En esa institución participan 184 países. Argentina fue el número 57 en integrarse, en septiembre de 1956. En esa “cooperativa” de naciones la estructura de control en las decisiones, así como el manejo de los recursos, tiene un sistema “democrático” donde la mayoría de los votos está en manos del Grupo de los Siete países más poderosos de la Tierra (Estados Unidos, el Reino Unido, Japón, Alemania, Francia, Canadá e Italia). Entonces, más allá de las buenas intenciones de la secretaria de Medio Ambiente, Romina Picolotti, que buscará convencer a los directores de ese organismo para frenar los créditos a Botnia, el BM funciona con la lógica de una entidad financiera dominada por los intereses de las naciones dominantes que defienden los negocios de sus multinacionales. No es una institución de caridad, que va repartiendo créditos para el desarrollo y la lucha contra la pobreza. Funciona como un banco. Gana plata y mucha con los créditos que otorga.
El Banco Mundial se presenta como el hermano sensible y comprometido por el bienestar de los pueblos en contraposición a su hermano mellizo, el Fondo Monetario, al que sólo le interesa repetir la receta económica del ajuste. América latina se ha desprendido no sin esfuerzos de la tutela asfixiante del Fondo. Sería una torpeza cambiarla por la del Banco Mundial, que mostrando su rostro de preocupación por los pobres ofrece millones de dólares en créditos para el área social y de infraestructura con la matriz del Consenso de Washington readaptado para los nuevos vientos que recorren la región. Ya es tiempo que esa confusión no siga contaminando el medio ambiente.
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