BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
La provincia de Buenos Aires comenzó la última semana el rescate final del pequeño saldo remanente de unos 50 millones de patacones. Con el ritmo anormal que tienen los procesos económicos en Argentina, que pasan de la depresión más profunda al crecimiento más intenso de su historia en un breve lapso, ciertas cuestiones quedan rápidamente en el olvido. O se depositan injustamente en un lugar marginal en la necesaria tarea de comprensión de situaciones críticas. También es cierto que, en general, no es agradable ponderar el defecto como virtud en el desafío para salir de un pozo. Es una muestra de debilidad estructural que una herramienta imperfecta sea el vehículo de salvataje. Sin embargo, cuando se reconoce esa carencia y luego de padecerla, en caso de haber aprendido de esa experiencia, resulta un acontecimiento liberador. La moneda doméstica, abusada y despreciada hasta el deseo de sustituirla por el dólar, ahora ha recobrado un espacio que estuvo amenazado. En ese accidentado tránsito para volver a recuperar sus funciones básicas en la economía ha contado con un colaborador impensado e improvisado, que actuó de puente, para cruzar el abismo que abrió la convertibilidad. Las cuasimonedas, con el patacón como símbolo, fueron ese bombero monetario. En esa cisterna, además de la provincia de Buenos Aires, estuvieron también la Nación con los Lecop y otras varias provincias con sus propios papelitos de colores.
Esos billetes actuaron, en la práctica, como una tercera moneda. El peso estaba pulverizado y el dólar era el refugio ante la hecatombe. No había circulante para hacer funcionar la economía. Esos papeles, que tenían diferentes denominaciones según el área geográfica de influencia a lo largo del país, significó una contribución fundamental para evitar una depresión aún más dramática, para luego ser una pieza clave para el empujón inicial de la recuperación. La relevancia de los patacones, Lecop, federales, Bocade, Lecor, y otros billetes de nombres diversos, ha sido la de poner en evidencia el dogma de que la emisión monetaria es nociva en sí misma. Esos bonos como equivalentes a monedas de cambio, que salvaron a la Argentina de la paralización total de la actividad y, por lo tanto, de un caos de proporciones aún mayores, nacieron para esquivar las restricciones de la convertibilidad. Y luego para echar un poco de agua al incendio de una devaluación descontrolada.
Como se enseña en textos básicos de economía, en recesiones o para fortalecer la salida del valle de un ciclo económico se recomienda expandir y no contraer la masa monetaria. Aunque ahora parezca descabellado, en los años de retroceso de la actividad económica previos al estallido de la convertibilidad y luego de la caída del régimen del 1 a 1, la receta que proponía el FMI y economistas de la city era subir la tasa de interés, bajar el gasto público y restringir la expansión monetaria. Ese camino fue el transitado por Estados Unidos en 1929 que derivó en la Gran Depresión. Esa misma política se aplicó en la recesión provocada por la convertibilidad, desde 1998, que de haberse seguido por esa vía luego de la megadevaluación hubiera provocado la disolución nacional. Las cuasimonedas, desde la elemental función de alimentar el circulante, evitaron ese trágico destino al amortiguar la acelerada desmonetización.
La recuperación de la moneda doméstica constituyó una conquista inmensa teniendo en cuenta la presión por la dolarización, la dramática experiencia de la convertibilidad y su traumática salida con una devaluación descontrolada. El último capítulo de los patacones es la exteriorización de esa conquista. Como herramienta de identidad y, fundamentalmente, de la aspiración a un desarrollo con cierta autonomía –ambos atributos condicionados por los vientos de la globalización–, contar con una moneda propia sin riesgo de evaporación o de sustitución por otra es un avance sustancial que, como en tantas cosas de la vida, se valora cuando se corrió el riesgo de perderla.
La experiencia de las cuasimonedas sirvió también para dejar en evidencia que la emisión no es una facultad del Estado a demonizar, sino a preservar y a jerarquizar como herramienta de desarrollo. En los últimos años, la política monetaria ha recuperado su importancia para fortalecer el crecimiento económico. Igualmente, ya sea por la experiencia de emisión descontrolada de los ’80 o la represiva por el corset del 1 a 1 de los ’90, sigue influyendo la concepción que impulsa la constante contracción monetaria. La idea central de esa posición es que el aumento del circulante se traducirá indefectiblemente en una suba de precios. Es la misma matriz de pensamiento que sostiene que en la recesión se debe hacer una política contractiva. Se trata, simplemente, de dogmas que generan daño. Con una economía creciendo y, por lo tanto, de una mayor cantidad de dinero demandado para hacer fluir el mayor movimiento de la actividad con precios que no están quietos, la política monetaria tiene necesariamente que acompañar ese proceso de aumento del Producto si no se quiere abortar ese ciclo positivo. Además, pese a que ya han transcurrido casi cinco años de la devaluación y el corralito, se ha revelado difícil para los economistas estimar la demanda de dinero, o sea la cantidad de moneda doméstica que la gente está dispuesta a mantener en saldos líquidos, luego de esos profundos cambios estructurales. Recién ahora, luego de un período de estabilidad, se ha comenzado a investigar la cuestión para poder realizar pronósticos con base científica, dejando de lado las anteojeras ideológicas de la city.
El Banco Central, en una iniciativa para elogiar, ha reflotado Ensayos Económicos, publicación que la autoridad monetaria editó entre 1977 y 1990 y que era bibliografía de referencia sobre economía. En el documento de reaparición incluyó un trabajo que avanza en ese sentido: Hacia una estimación de la demanda de dinero con fines de pronóstico: Argentina, 1993-2005, elaborado por Horacio Aguirre, Tamara Burdisso y Federico Grillo. En la introducción explican que “la predicción del comportamiento de los agregados monetarios es siempre una tarea relevante para un Banco Central; lo es más ahora en la Argentina, cuando se encuentra vigente un programa que define metas para ciertas variables monetarias que, en última instancia, funcionan como objetivos intermedios para la consecución de la estabilidad de precios”. Y recuerdan que la estimación de una función de comportamiento de los agregados monetarios es una tarea compleja “y poco frecuentada en el caso argentino, al menos recientemente”.
Se trata de empezar a analizar la política económica, como se hace en otros países más o menos normales, con consistentes herramientas monetarias, y ya no con preconceptos. A esta saludable instancia, vale recordar, se arribó con el salvavidas de unos papelitos de colores, a los que algún mérito habrá que otorgarles.
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