Sáb 20.07.2002
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BUENA MONEDA

Que se vayan todos

› Por Alfredo Zaiat

El cuestionamiento durante años y el actual juicio político a los nueve miembros de la Corte Suprema de Justicia ocupa, con motivos suficientes, a amplios sectores de la sociedad. Los máximos magistrados, al igual que los integrantes de los otros dos poderes republicanos –el Legislativo y el Ejecutivo– están en el centro de las críticas. En el reclamo “que se vayan todos” los involucra como responsables principales de la crisis más profunda de la historia argentina. Existe, sin embargo, una institución que en los papeles es independiente de esos tres poderes y tiene una influencia relevante en la economía. Pese a esa importancia y a los sucesivos cambios de cúpula en los últimos dos años ese organismo sigue siendo manejado por funcionarios políticos y una línea de técnicos sospechados de corrupción. Por esas arbitrariedades involuntarias de las demandas sociales, esos agentes no están incluidos en el reclamo de caducidad de sus cargos. Se trata, en fin, del Banco Central y sus autoridades con los tecnócratas que los acompañan, que han sido definitorios los últimos años en el derrumbe de la economía.
Aldo Pignanelli es el actual presidente del Banco Central, cuyos antecedentes en el sistema financiero se encuentran desde su participación en el oscuro proceso de privatización del Banco de Formosa al fallido Banco Patricios, de la familia Spolsky. Conocedor de los hilos de poder dentro de la institución desde su cargo de director, obtenido hace seis años en un toma y daca con el Senado, pactó rápidamente con la estructura del CEMA, cuyo padrino es Pedro Pou. Miembros de ese centro de estudios reconvertido en universidad casualmente cuando uno de sus mentores, Roque Fernández, era ministro de Economía, coparon los puestos clave del Central. Las sucesivas batallas de los últimos ministros de Economía, desde José Luis Machinea, pasando por Domingo Cavallo, Jorge Remes Lenicov y ahora Roberto Lavagna, con la autoridad monetaria se explican por la existencia de esa isla de fundamentalistas que domina un área clave de la gestión económica.
Para mantener esa importante cuota de poder, los sucesivos titulares del Central defienden la “independencia” consagrada por la Carta Orgánica como una barrera a la injerencia del poder político. En realidad, poco tienen de independientes en sus decisiones, sino que, por el contrario, favorecen sin pausa los intereses de la corporación de los banqueros. El reclamo de independencia, cualidad que será evaluada a partir de esta semana por el comité de notables internacionales y por el FMI, tiene el exclusivo objetivo de que el Central siga siendo zona liberada de los ultraortodoxos. Liberada para continuar con su política monetaria destructiva del aparato productivo y de castigo a los ahorristas estafados. Y, no menos importante, para proseguir con sus no pocos negocios turbios.
Para aquellos puristas que protestan indignados por la intromisión en la política del Central se les plantea un desafío. Deben encontrar un caso reciente de un país padeciendo la más dramática crisis de su historia sin que se haya aplicado una estricta coordinación macroeconómica entre la autoridad monetaria y el ministro de Economía. ¿Alguien pueden pensar que Alan Greenspan, titular de la Reserva Federal (banca central estadounidense), a mediados del 2000 reaccionó inmediatamente bajando la tasa de interés ante síntomas de recesión sin un acuerdo-presión previo con la flamante administración Bush?
La independencia y el pedido de inmunidad judicial para los miembros del directorio del Banco Central son la dos herramientas que pretenden para no ser molestados en sus negocios. Cualquiera que aspire a ser gobierno con la ambición de sacar a la economía de la recesión con un modelo de desarrollo tendrá ineludiblemente que barrer a fondo las alfombras del Banco Central.

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