BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Los aumentos dispuestos para Edenor y Edesur vienen a satisfacer la demanda de mayores ingresos para las empresas privadas que manejan un servicio público esencial para la población. El Gobierno no ha tenido una actitud de responder con rapidez a los reclamos de ajustes de tarifas. Pero no ha negado que sean válidos. Se ha tomado su tiempo para dar curso a las subas. Si bien es cierto que las residenciales no han tenido modificaciones, en otros segmentos de usuarios ha habido retoques. Esos cambios se concretaron con el particular estilo de la actual gestión: no fue todo lo que solicitaban los privados pero tampoco fue nada. Además, no fue en el momento que se lo pedían, sino cuando el Presidente evaluaba que correspondía aplicarlo. En definitiva, además de la ecuación económico-social, la relación de la administración Kirchner con las privatizadas hay que entenderla como parte de un proyecto de construcción política. Esto último, dentro de la lógica oficial, ha resultado tan importante como las cuestiones vinculadas a las cuentas de las privatizadas. Esa relevancia se traduce en la muestra de legitimación del poder frente a la sociedad, en el sentido de quién es el que controla cuándo y cómo se subirán las tarifas, y hacia los empresarios, respecto a quién es el que define las reglas de juego en un sector sensible como los servicios públicos.
El gobierno de Kirchner se caracteriza por marginar y hasta desconocer sujetos-actores tradicionales de la política y la economía. No les asigna representatividad y, por lo tanto, no negocia con ellos en forma conjunta. Las privatizadas se habían convertido en un núcleo homogéneo, no sólo por el entrecruzamiento de socios en diferentes segmentos de cada servicio, sino que actuaban como un lobby único. El FMI era una de las herramientas más visible que contaban para presionar por sus objetivos. También las embajadas de los respectivos países de las casas matrices jugaron su papel. El Fondo fue perdiendo peso a medida que se agudizaba el enfrentamiento con la administración Kirchner hasta desaparecer su influencia luego de la cancelación total de la deuda. Las presiones de las embajadas, al principio intensas, luego se fueron diluyendo a medida que algunas multinacionales abandonaron el negocio y que las tratativas se entablaron directamente con el gobierno del país y la conducción central de la compañía. Así, hoy, ese bloque de poder que constituían las privatizadas ha quedado desmembrado.
En el balance de tres años y medio de renegociaciones con esas compañías se ha avanzado mucho más de lo que parece en la superficie, y menos de lo que aspiraban las empresas. Ese progreso no ha sido lineal ni coherente. Sólo se puede reunir como denominador común la mayor injerencia del Estado en la lógica del negocio de las compañías, en algunos casos consiguiendo el traspaso de la propiedad a empresarios cercanos a la Casa Rosada, en otros interviniendo en la definición de las características de las inversiones. También ha asumido el control total de empresas (Correo, espacio radioeléctrico y Aguas), en otros casos ha capturado una porción del capital accionario a cambio de deudas (Aeropuertos y Aerolíneas) y hasta ha constituido una petrolera híbrida (Enarsa). Sería una exageración considerar esa estrategia ecléctica de vinculación con las privatizadas como una política integral y de transformación. Más bien constituye el reflejo cristalino de la forma en que gestiona y construye el poder Kirchner.
Con mayor o menor velocidad, la mayoría de las compañías comprendió que era una ilusión volver a los felices años de los noventa. Se fueron adaptando y las que no, se retiraron. Ante el dinámico panorama internacional en el área energética y de servicios públicos privatizados, lo que hace dos o tres años parecía una inaceptable ruptura de contratos y alteración de las reglas de juego, la política oficial se presenta ahora como una vía relativamente digerible para las empresas. La nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia fue la primera alerta de que un viento más intenso que la renegociación de contratos soplaba en la región. Evo Morales ya manifestó que tiene la intención de extender esa medida a la minería. En Ecuador se está camino a emprender un ciclo similar. La semana pasada esa corriente registró una aceleración con la nueva etapa que inauguró Hugo Chávez en Venezuela con su propio proceso de nacionalización. En este caso, además del petróleo y el gas, incluyó un área que había quedado fuera de ese debate, el de las telecomunicaciones.
No se trata de un fenómeno regional, pese al esfuerzo que realizan analistas para colocar a Evo Morales y Hugo Chávez como outsider de las tendencias mundiales. Con sus características particulares, el control de áreas estratégicas, como la energética y la de las telecomunicaciones, está siendo motivo de disputa entre países y poderosos grupos privados. En el sudeste asiático, los militares que asaltaron el poder en Tailandia anunciaron que varias compañías de servicios volverán a ser manejadas por el Estado. En Europa, la última semana estalló otro conflicto por el gas y el petróleo ruso (ver la nota de la sección Internacional de este suplemento). Por su parte España está involucrada en una larga batalla para defender su núcleo de empresas energéticas frente a la arremetida de compañías más poderosas del Viejo Continente (por ejemplo, la alemana E.ON sobre Endesa, o el blindaje accionario de Repsol con el desembarco de la constructora Sacyr Vallehermoso para evitar una compra hostil). Un importante ejecutivo de una de esas empresas, con solicitud de preservar su identidad, lo expresó con claridad: “Tenemos que defender nuestra soberanía energética”. Esa misma frase no desentonaría en un discurso de Chávez o Morales.
Dentro de ese convulsionado escenario internacional, el manejo discrecional de los tiempos para definir tarifas o contratos que tiene la administración Kirchner es un juego de niños que, dadas las condiciones en otras zonas del globo, a las empresas les empieza a resultar agradable.
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