BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
En la gestión de la política económica se presentan dilemas sobre cómo alcanzar su principal objetivo: el crecimiento sustentable. Como no existe el paraíso en esta cuestión, cuando se privilegia un sendero, por caso disminuir el empleo, se generan problemas en otro frente, por ejemplo en el de la inflación. En cambio, si se pone énfasis en mantener los precios bajos con políticas restrictivas, como la suba de la tasa de interés o un mayor superávit fiscal, se corre el riesgo de desacelerar el avance del Producto con el consiguiente impacto negativo en variables sociolaborales. O si también para frenar los precios se opta por la flexibilización del modelo del dólar alto habría efectos negativos en el crecimiento por el desaliento a las exportaciones y el incentivo a las importaciones, abriendo así un frente conflictivo en el sector externo por la disminución del excedente comercial, además de debilitar el flanco fiscal por la menor recaudación vía retenciones. Por ese motivo, cuando se plantean objetivos múltiples de política económica, como sostener el fuerte crecimiento, reducir la pobreza y al mismo tiempo mantener la inflación bajo “control”, en un contexto de mercados concentrados y morosidad de la inversión con una oferta insuficiente para satisfacer una demanda creciente, se generan ineludibles tensiones. Estas se manifiestan hoy en el índice de precios al consumidor. Esas tensiones se reflejaron en el mercado laboral durante la década del noventa, cuando el activo del gobierno de entonces era mostrar una inflación cercana a cero. Por lo tanto, una de las claves para entender el rumbo de una gestión económica pasa por saber cuál ha sido la variable que fue elegida para padecer el dolor de cabeza. La administración Kirchner ha optado por la tasa de inflación. Y esa variable se ha constituido en el numerito molesto, como el riesgo país para De la Rúa, el desempleo para Menem y también la inflación para Alfonsín.
En la definición de cuál será el horizonte de la gestión económica existe, obviamente, una matriz de decisión política. En el actual escenario se presentan las alternativas de bajar más rápido el desempleo y la pobreza o evitar una inflación de dos dígitos; la de incentivar la demanda para continuar con un crecimiento a tasas chinas o eludir cuellos de botellas en la producción por la demora de inversiones de magnitud. Esa elección y las medidas que se proponen para ello tienen un componente eminentemente político, con las particulares herramientas que ofrece la economía para cada caso. Los caminos a transitar en determinado momento histórico que reclama la sociedad dependerán del lugar que ocupa en la economía el emisor de esa exigencia. Un desocupado, que no tiene ingresos suficientes para comprar una canasta básica de alimentos para su familia, privilegiará una economía en crecimiento sin importarle cómo se generen los puestos de trabajo. Quien ya ha alcanzado una posición laboral acomodada o incluso quien ha conseguido su empleo luego de tanto batallar por los clasificados pondrá la atención en que su poder adquisitivo no se erosione por el aumento de precios. La habilidad de un gobierno es captar cuál es la demanda de la mayoría y que, a la vez, ese reclamo sea consistente para consolidar un sendero de crecimiento de mediano y largo plazo. La experiencia reciente revela que el enamoramiento de gran parte de la población con el 1 a 1, que permitía viajar al exterior y gozar de un consumo sofisticado por encima de las posibilidades, prometía cien años de felicidad pero, en realidad, generó una bonanza pasajera con un desenlace traumático.
La gestión Kirchner está convencida de que aún falta por lo menos un par de años más de crecimiento del PIB a tasas del 7 al 9 por ciento anual para bajar un poco más el des y subempleo, generar muchos más puestos en blanco y regularizar el aún elevado empleo precario, mejorar los salarios en términos reales, disminuir más aceleradamente la pobreza y eliminar la indigencia. O sea, ha privilegiado el objetivo sociolaboral en el dilema que se plantea sobre cómo crecer. Por lo tanto, ha optado por transitar una política económica con tensiones en el frente de la inflación. Elección que no está exenta de riesgos teniendo en cuenta que la tasa de inflación es una manifestación de desequilibrios de la economía pero también tiene un papel relevante en la erosión de la base política de gobiernos. La historia de los últimos treinta años enseña que el indomable movimiento de los precios terminó por debilitar a más de un político que se creía imbatible.
Esas tensiones inflacionarias se generan, fundamentalmente, por las particularidades de la estructura productiva argentina. No tiene que ver con el frente fiscal y monetario –de tan prudente y ordenado debería ser orgullo de la ortodoxia más conservadora– sino con los elevados niveles de concentración en la mayoría de los sectores relevantes de la economía. Poco y nada en ese aspecto ha impulsado el Gobierno para generar condiciones de mayor competencia y transparencia en los mercados y, de ese modo, aliviar presiones por el lado de los precios.
El problema de la inflación también se expresa por la puja distributiva que, pese a las alarmas encendidas desde el sector empresario por los reclamos de aumentos salariales, se desarrolla en un clima por demás apacible. Y también por los efectos con impacto retardado, en especial en el sector servicios, que han provocado la megadevaluación.
Ante una opción de política económica como la elegida por el Gobierno, las tensiones inflacionarias serán permanentes y para aliviarlas se requerirá de mucha sintonía fina, medidas específicas para incentivar la inversión en algunos sectores e intervenciones en mercados poco transparentes y concentrados. El tema es bastante complejo como para ilusionarse con encontrar un desahogo alterando a la fuerza la metodología –que puede y debe ser discutida en términos civilizados– de cálculo del IPC del Indec.
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