BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Por diferentes maneras el pensamiento económico ortodoxo busca fundamentar el actual aumento de precios por lo que entiende como una expansiva política fiscal y monetaria. También por la exagerada presión de la demanda debido a la recomposición de ingresos de los sectores postergados. Ese tipo de razonamiento, que repiten de variada forma la mayoría de los economistas y analistas con bastante eco en la sociedad, deja totalmente fuera de la evaluación el comportamiento de los empresarios y sus decisiones sobre la fijación de los precios. Ese razonamiento tiene su justificación teórica en que las compañías actúan en un mundo perfectamente competitivo. Así, invirtiendo la causalidad, las empresas son víctimas de interferencias en su actividad –por parte del Estado y de los sindicatos– y la suba de precios, entonces, es inducida por factores externos a su voluntad. Sin embargo, el actual proceso económico, pese a la insistencia de sus críticos desde la ortodoxia, es muy conservador en materia fiscal y monetaria. Se ha consolidado un superávit record histórico de las cuentas del Tesoro por encima del 3 por ciento del PIB. También se ha determinado una moderada expansión de dinero, que solamente convalida la mayor monetización de la economía debido a mejores expectativas y a un crecimiento de los requerimientos de billetes por el aumento de la actividad. En cuanto a la demanda, las recientes cifras del Producto Interno Bruto de 2006 revelan que el consumo doméstico, pese a la recuperación del salario real y de las jubilaciones, se incrementó por debajo del 8,5 por ciento de crecimiento de la economía. Por lo tanto, si no es por el descontrol de las cuentas públicas ni por la emisión exagerada y ni por los salarios, ¿por qué suben los precios?
Responder ese interrogante orienta a senderos que el discurso convencional no se siente cómodo. Existe acuerdo de que aún prevalecen efectos retardados de la megadevaluación en su traslado a precios, fundamentalmente en el sector servicios. Desde el año pasado, ese rubro ha venido recuperando terreno ante el obligado congelamiento por la depresión de ingresos en los dos años posteriores al fuerte ajuste del tipo de cambio. Con la estabilidad y recuperación del poder adquisitivo, en especial los de la clase media, los servicios empezaron a subir y ahora han vuelto a impactar con intensidad en los presupuestos.
En cambio, no se visualiza con tanta claridad en el debate público las razones de los ajustes de precios en el resto de la economía. Lo que sucede es que en esa instancia lo que prevalece es la relación de poder en la creación de consensos. Por eso se insiste con el tema fiscal, monetario o con los salarios. A la vez, se minimiza o directamente se ignora que la inflación en Argentina está relacionada con incrementos gatillados por las empresas formadoras de precios en mercados oligopólicos. Esos sectores han logrado aumentar sustancialmente su tasa de ganancia gracias a la devaluación y pretenden ahora defender esas rentabilidades extraordinarias.
El Ministerio de Economía tiene un diagnóstico de la inflación más próximo a esta última interpretación. Sale una y otra vez al cruce de los cuestionamientos de economistas ortodoxos y organismos financieros internacionales. Pero que tenga esa lectura de los factores que generan tensión con los precios no significa que actúe para modificar de raíz ese comportamiento. La intervención que postula es la de morigerar las ganancias de las empresas a través de acuerdos de precios, limitaciones en las exportaciones, congelamiento de las tarifas residenciales o fijación de precios de referencia. La idea es controlar un poco la fiebre para que no se produzcan espasmos peligrosos sin querer –o poder– hacer un trabajo de mediano y largo plazo para bajar fuerte la temperatura.
En el Gobierno sostienen que esa tarea la están realizando cuando ofrecen las condiciones macroeconómicas para lanzar un proceso de inversión intenso. Esa línea de pensamiento argumenta que con más inversión, que extendería la frontera de producción, se ampliaría la oferta y, por lo tanto, se podría satisfacer una demanda creciente, aliviando así la presión sobre los precios. La lógica de ese razonamiento es ortodoxa –aunque no le guste esa definición a Felisa Miceli & equipo– pues, en última instancia, considera que los mercados funcionan en forma perfecta y que hay que implementar políticas para que oferta y demanda concuerden en ese espacio ideal y competitivo que sólo existe en los libros de texto.
La inversión es fundamental para mantener niveles de crecimiento sustentables y para generar condiciones para la creación de puestos de trabajo. En ese círculo virtuoso, como lo definió la ministra, el Estado seguirá con excedentes que le permitirán pagar sin problemas la aún pesada deuda y continuar con el financiamiento de obras públicas y la mejora de las jubilaciones. Pero esa inversión tan necesaria en ese proceso de expansión del Producto tendrá un impacto insignificante en el objetivo de contener los precios.
En mercados oligopólicos la estrategia debería ser la introducción de competencia o, si es casi imposible sumar otros jugadores en sectores sensibles, implementar políticas estrictas que sancionen prácticas desleales y abuso de posición dominante. Ha sido escasa la iniciativa que ha manifestado esta administración en esa cuestión. Por el contrario, más allá de discursos encendidos e incluso de presiones iniciales, ha terminado pactando con los eslabones más concentrados de las cadenas productivas. La semana pasada ha habido una muestra contundente de esa alianza en el mercado de la carne, cuando el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, ante el deslizamiento de precios de varios cortes, acordó con los frigoríficos más poderosos. Estos definen gran parte del funcionamiento para adelante y para atrás de la actividad ganadera.
Esa ineficiente intervención pública en el objetivo de constituir bases sólidas para que la inflación no sea un permanente dolor de cabeza se repite en todo el resto de los mercados claves. En Realidad Económica Nº 224, publicación del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico, el sociólogo Alejandro Gaggero describe en Estado y comportamiento empresario: el caso del cártel de la industria cementera cómo el aumento del precio del cemento, antes y después de la convertibilidad, no se rigió por razones de mercado sino por la prepotencia del oligopolio y los acuerdos de precios pactados entre las empresas. Gaggero concluye que “durante los últimos 30 años el país ha experimentado una creciente concentración y centralización de su economía, que ha sido acompañada por un debilitamiento de las capacidades regulatorias del Estado sobre el poder económico”. Para agregar que “comenzar a revertir este doble proceso resultará fundamental para lograr superar la problemática inflacionaria en la Argentina”.
La peculiar estrategia oficial de parecer que se pelea con los pulpos pero, en realidad, los convalida sólo sirve para consolidar una estructura económica inflacionaria. Todo esto adquiere más contracciones cuando estalla la batalla por el Indec, se generalizan las peleas de Moreno y Miceli por espacios de poder o trascienden las internas con la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia y con la subsecretaria de Defensa del Consumidor. Nada importante se avanza, entonces, en la raíz profunda de los fundamentos de la inflación en la economía argentina.
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