BUENA MONEDA
Tuertos
› Por Alfredo Zaiat
El ejecutivo de una empresa privatizada explicaba que las tarifas están congeladas, retrasadas desde este año y desfasadas en relación con el proceso de devaluación e inflación. Y agregó que la rentabilidad de la compañía ha tenido una caída en los últimos años, volviéndose negativa en la actualidad. Por ese motivo, considera justa una recomposición de los ingresos en no menos el 40 por ciento.
–Sus mismos argumentos pueden ser esgrimidos por representantes de trabajadores para reclamar un aumento de salarios, que están congelados desde hace años, con tendencia a la baja. Además, también están desfasados con respecto al ajuste cambiario y a la suba de precios. ¿Usted estaría de acuerdo, siguiendo su razonamiento, en otorgar un incremento de sueldos? –le comentó este cronista.
–Bueno, no es lo mismo. Hay que tener cuidado en no gatillar una espiral inflacionaria. Además, ya se dispuso un aumento de 100 pesos –señaló sin sonrojarse.
Esa peculiar disociación en la (in)capacidad de análisis o, mejor dicho, esa habilidad de mirar con un solo ojo, clavando la mirada en sus propios intereses explica, en gran medida, la dificultad para avanzar sobre la crisis. Ese comportamiento narciso no pertenece en exclusividad a las privatizadas, sino que se extiende a banqueros, empresarios endeudados en dólares, FMI y otros. La carencia de un proyecto de país, bueno o malo, pero proyecto al fin, de esos actores económicos demora la salida hacia un sendero de recuperación. Al mismo tiempo, la ausencia de un Estado disciplinador permite entender esa dinámica destructiva, en la cual cada uno busca transferir a otros los costos ineludibles de una crisis. Cómo se distribuirán esos costos definirá la superación o la prolongación de la agonía.
En ese proceso, puede entenderse, no justificarse, la reacción de los diferentes protagonistas del sector privado, puesto que buscan maximizar sus beneficios, aunque en este caso se trata de minimizar quebrantos. En cambio, no resulta comprensible, más bien parece insensata, esa política de tuerto de Roberto Lavagna & cía. Plantea con argumentos prestados la necesidad ineludible de un aumento de las tarifas privatizadas, así como también la de subir diez centavos el boleto mínimo de colectivos. Este último ajuste reclamado a partir de las sucesivas alzas del gasoil, convalidadas por un gobierno que no ejerció la mínima regulación en un mercado oligopólico como el de los combustibles. A la vez, desestima la opción de devolver en pesos el descuento del 13 por ciento a empleados públicos y jubilados. Y considera una herejía a la “estabilidad” considerar un aumento de salarios.
Cada una de esas medidas el ministro las presenta en forma aislada, como si no tuvieran impacto en una economía en depresión. Es la política del tuerto. Cuando se tapa el ojo que durante meses se ocupó de atender a esos variados lobbies, el que queda libre se horroriza con las cifras de desocupación y pobreza. Sorpresa hipócrita, como si decisiones de política económica, por ejemplo el ajuste de tarifas públicas o la no devolución del 13 por ciento, fueran neutrales para una sociedad excesivamente castigada.
La complejidad de esta crisis con dramáticos indicadores sociales y laborales requiere que se articulen políticas integradoras, desestimando las que brotan de una visión parcial. A esta altura, resulta evidente que no existe espacio para medidas aisladas que buscan solamente transferir costos de un sector a otro. Incluso no alcanza con volver a crecer para resolver el problema del desempleo ni la generalización de redes de asistencia social para rescatar de la pobreza a más de la mitad de la población. El desafío pasa, entonces, por instrumentar una política económica que tenga como eje central la redistribución de ingresos. Para ello se necesitan los dos ojos bien abiertos.