EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
En estos días se nota gran alharaca de los contribuyentes, al comprobarse que punteros de varios partidos buscan el favor de los pobres regalándoles electrodomésticos y sumas de dinero. Que un pobre viva bajo protección de un poderoso no es nuevo en la historia. Gente que honra a la humanidad, como Leonardo o Miguel Angel, crearon lo mejor de su obra bajo ese régimen de dependencia. El propio Marx tuvo bajo su protección a Helene Demuth, a quien no regaló un electrodoméstico sino un bebé llamado Henry. Pero vamos por partes. Obtener algo en especie –un lavarropas– quien no puede comprarlo, sólo es posible robándolo o recibiéndolo regalado. Y sólo el Estado o un poderoso pueden librar al pobre de caer en el delito. En este país, azotado por la desocupación y el empobrecimiento general, ningún responsable de políticas públicas ha acertado con medios para suprimir el desempleo. Se sabe que una unidad productiva expandiría su demanda de trabajo si está segura que determinado incremento de producción se venderá. Decía Vespasiano, “el dinero no tiene olor”, y al productor le es indiferente quién –el Estado, los ricos, los marginales– le compre sus productos. Si hay más ventas, hay más empleo. Esto claro, ocurre si los electrodomésticos son de producción nacional, no importados. ¡Lo maquiavélico sería regalar electrodomésticos chinos, a fin que sólo duren hasta los próximos comicios! Pasemos a las dádivas de dinero. Esta modalidad supera al regalo en especie, pues permite al pobre expresar sus preferencias en el mercado e incentivar la producción de bienes para pobres. Si recibe 300 pesos, no es verosímil que compre una heladera –que en la Argentina de hoy es un bien de clase media– sino bienes de consumo inmediato, y para que la suma le rinda más, comprará artículos inferiores, aquellos que sólo los pobres o empobrecidos consumen –aceite suelto, polenta suelta– y que sin ese gasto del pobre nadie produciría; como decía Smith, “la cantidad de cada uno de los artículos que se ponen en el mercado se adapta de modo espontáneo a la demanda solvente” y “sin demanda solvente, jamás se pondrá determinado artículo en el mercado”. Quienes se quejan por el modo en que los gobiernos usan sus impuestos, deben advertir que ese gasto retiene dentro del sistema a una enorme capa de población, lo que no conseguiría su propia preferencia por lo importado. Y que el voto es secreto.
No hablaremos de religión sino estrictamente de economía. Más concretamente, de la “propensión a consumir”. Que el ingreso de la gente se divide en gastos de consumo y en ahorro, es hecho constatado desde tiempo inmemorial. Pero es una observación más reciente que la proporción entre uno y otro varía con gran amplitud, según los niveles de ingresos. Quien tiene ingresos muy altos, sólo necesita para sus necesidades de consumo una fracción ínfima de ellos. A medida que se consideran ingresos menores, la fracción necesaria para consumo es más alta, hasta un nivel de ingresos en que la totalidad del mismo se gasta y el ahorro es nulo. Pero ¿ahí termina todo? De ninguna manera, el nivel de ingresos puede ser más bajo, y de hecho es nulo para quien está desempleado y no tiene activos de los que sacar alguna renta. Para este último tramo, el consumo excede al ingreso. La parte excedente puede ser –o no– de alguna manera financiada por otros. Si se recorre el camino inverso, la serie de proporciones consumo-ingreso describe una relación creciente: a mayor ingreso el consumo sube, pero no tanto como el crecimiento del ingreso. A tal relación Keynes la llamó en 1935 ley psicológica fundamental. Dicha “ley” desnuda dos grandes falencias de nuestro orden económico. Por un lado, entregar más ingresos a los más ricos tiene un efecto mínimo sobre la actividad económica, al no aumentar casi su consumo. Por otro lado, el desempleo y la pobreza expulsan del sistema de mercados a capas importantes de la población, por carecer de medios pecuniarios para comprar sus bienes necesarios, incluidas las necesidades alimenticias, sanitarias y educacionales de sus hijos. Este hecho escinde la sociedad y destruye el sueño de fundar una gran nación. Y ello no es mera especulación sino la realidad que nos aguarda a la vuelta de la esquina. Alguien dirá “es muy fácil arreglarlo: se toma una parte del ingreso no consumido de los sectores pudientes, con lo que no se menoscaba la actividad, y se entrega como prestación universal a quienes perdieron capacidad de compra”. La realidad es otra: el impuesto a las ganancias data de 1932, y hoy apenas se paga, y grandes bocas de ventas declaran no tener ganancias. Quienes pagan otros impuestos, por su parte, reclaman que les vuelvan a ellos –no a los insolventes– en forma de obras. No cabe esperar que sin solidaridad las partes escindidas se suelden.
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