EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Las especialidades económicas, al menos en lo que respecta a su existencia como carreras universitarias, se dividen en Economía, Gestión y Contabilidad. Una de sus muchas diferencias es que la tercera se ocupa en hechos acontecidos, y las dos primeras en hechos por acontecer, a saber, de la adopción de cursos de acción entre muchos posibles. Esas decisiones que se toman son una suerte de respuesta de hoy a estados del mundo que existirán en un futuro más o menos incierto. Sin ir muy lejos: sé que para las Fiestas en mi mesa debe haber sidra, bebida que habitualmente no consumo. ¿La compro ya mismo, lo cual me significa restringir algún otro gasto, o espero la proximidad de las Fiestas, cuando haya cobrado el aguinaldo? Lo que haga depende de cómo prevea que estará el precio del bien a adquirir. Tomo en cuenta que en diciembre hay una presión general a subir los precios, correlativa con la mayor disponibilidad de dinero en los bolsillos de la mayoría de la gente. ¿Cómo sé que el nuevo ministro de Economía tendrá éxito en persuadir a los supermercados de que no incrementen los precios? ¿Y si dos días antes de las Fiestas los precios se disparan? Si actúo en consecuencia de una expectativa de suba de precios, y compro hoy lo que podría comprar en el futuro, contribuyo a que mi expectativa se cumpla, y las promesas de los supermercadistas al nuevo ministro durarán lo que una brisa en un canasto. La propensión de la gente a generar expectativas inflacionarias es distinta en cada sociedad. En la nuestra, décadas y vidas enteras bajo inflación han educado nuestras mentes de manera indeleble para esperar que las fuerzas del mercado predominen sobre las promesas y convenios palaciegos. Un particular que espera inflación y no compra hoy, con seguridad verá recortarse su poder de compra en el futuro. Un empresario que no remarca la mercadería que vende, al producirse inflación, está subvaluando su capital de giro, y por tanto achicando su tamaño frente a otros competidores. Se trata de acciones que, sumadas, contribuyen a magnificar lo que debiera contrarrestarse: la inflación. Pero, hoy por hoy, nuestra economía es de competencia, no de cooperación. Vivimos como náufragos en el mar, donde hay una sola tabla en la que no caben todos. Darwinismo puro, si se quiere llamar así, donde el pez grande se merienda al pequeño. ¡Es el mercado, estúpido!
En el 2002 se otorgó el Premio Nobel a Daniel Kahneman, “por haber integrado a la ciencia económica hallazgos de la investigación psicológica, especialmente con referencia al discernimiento humano y a la toma de decisiones bajo incertidumbre”. Fue, quizás, el reconocimiento oficial de la deuda de la Economía con la Psicología. Como se sabe, algunos de los miembros de la escuela neoclásica (Gossen, Menger, Pantaleoni, Pigou) basaban sus análisis económicos en introspecciones psicológicas. Pero ese vínculo tendió siempre a desdeñarse. Hasta que apareció en escena George Katona, nacido en Budapest, estudiante de Derecho en la universidad local, hasta que el putsch comunista de Bela Kun (1919) le hizo emigrar a Göttingen, en cuya afamada universidad cambió el Derecho por la Psicología. Luego pasó a Frankfurt, donde acaso conoció a nuestro Félix J. Weil. Allí lo halló la hiperinflación, sobre la que escribió un trabajo sobre la inflación y la psicología de masas. El advenimiento al poder de Adolf Hitler lo hizo emigrar a Nueva York y finalmente a la Universidad de Michigan. En 1951 publicó Análisis psicológico de la conducta económica, donde, refiriéndose a la inflación y el control de la misma, dice: “Sostuvimos que las cantidades demandadas no dependen sólo de los precios actuales. El factor crucial que debe considerarse, además del nivel de precios, es la expectativa respecto de la tendencia futura de los precios”. La lección principal del estudio del control de precios es, pues, que no puede ser efectivo sin una sincera cooperación del público. No basta con la obediencia superficial y el acatamiento pasivo debidos al temor de castigo. Empresarios y consumidores deben entender por qué se necesitan controles, y deben aprobarlos. Iguales conclusiones surgen del estudio de otros controles antiinflacionarios, como los topes salariales, controles cuantitativos y racionamiento. Cualquiera sea la regulación, las posibilidades de evadirla son numerosas. Ningún gobierno puede tener éxito si el incumplimiento está difundido y es ampliamente aceptado, ni hay sistema de regulación que elimine posibles nuevas prácticas empresarias que anulen lo que los controles buscan. “No hay medidas económicas antiinflacionarias que tengan efectos inmediatos. Las reacciones de la gente a las medidas dependen de cómo las perciben, entienden e interpretan.”
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