Dom 12.02.2006
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EL BAúL DE MANUEL

Hombres y cosas

En 1796 la Imprenta de Niños Expósitos publicó en Buenos Aires el primer libro de teoría económica impreso en estos parajes. Eran los Principios de la Ciencia Económico-Política, que contenían dos opúsculos fisiocráticos, traducidos por Manuel Belgrano. En el Nº I, leemos: “Es necesario pagar todos los años el alimento de los hombres y los animales empleados en estos trabajos, comprar ó sacar semillas de sus fondos, componer y renovar los instrumentos, y reemplazar los animales que se mueran”. Hombres, animales, semillas, instrumentos, eran todos por igual rubros del coste de producción, formas específicas e instrumentales de la reproducción. Cosas, en fin. La producción capitalista convertía, así, a los hombres en cosas. Como es natural, cuando la ciencia alcanzó madurez para expresarse en términos rigurosos, adoptó las técnicas matemáticas de la Física. En tiempos de Darwin, que descubrió la evolución por pequeñas mutaciones, le resultó muy natural asimilar la “matemática de los pequeños incrementos”, como la llamó Marshall. Ello hizo necesario admitir la hipótesis de continuidad, y finalmente admitir la avalancha de instrumentos ya probados como eficaces pero ¡en la Física! Con razón el ingeniero y economista argentino Francisco García Olano protestaba contra el tipo de matemática usado en economía. Una matemática hecha para cosas –decía– no es apta para representar relaciones entre hombres. Tratar a las hombres como cosas es conocido, pero tratar a las cosas como hombres sólo se ve en obras –como Alice in Wonderland– destinadas a estimular la fantasía infantil. Sin embargo, un alto (el más alto) funcionario de la otra banda (del río) afirma que el argumento de los ecologistas “es como la letra de un tango en que un hombre le pega a una mujer a cuenta de que quizá lo engañe en cuatro o cinco años”. Con razón califica de daño hipotético lo que pueda suceder dentro de cinco años, porque en el tango se habla de relaciones entre personas, y lo que hace la gente y la sociedad no es predecible, como aquel escultor de Ortega y Gasset que decía: “Si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción”. Pero la producción de efluentes industriales, su volumen y toxicidad, están determinados por una previa selección de tecnologías, con diversos insumos y costos, cuyo resultado a futuro es tan predecible como la hora y el minuto en que sale el sol.

Calavera no chilla

Usted es propietario de un gran capital y busca invertirlo en algún lugar del mundo donde rinda la mayor ganancia. Por ahí, perdido, encuentra un lugar que ofrece al mejor postor su aerolínea de bandera, se desprende de todas sus reservas petroleras, incluidos instalaciones de extracción, oleoductos, refinerías y estaciones de servicio, que concesiona todas sus plantas de generación eléctrica y distribución de electricidad, telefonía, redes de gas y agua, con mercados cautivos, que suprime toda su red ferroviaria. Que, además, exime a los compradores o concesionarios de toda tributación sobre las ganancias. Y que crea organismos de contralor que no controlan. Usted dice: aquí, en dos o tres años recupero toda la inversión y encima gano. No lo duda, y entra en el negocio, luego de tener algunas atenciones con las personas encargadas de decir sí o no a los postulantes. Usted, seamos sinceros, no puede considerar el negocio como una inversión a largo plazo, donde el recurso que permite la actividad debe mantenerse en el tiempo. Por ejemplo: la captura de peces durante un lapso no puede exceder la reproducción en igual tiempo. En caso contrario, la actividad desaparece. Pero si está en una mesa de juego, la sed de ganancia le hace apetecer el mayor lucro en el menor tiempo, no importa lo que suceda después. El dar a entidades privadas o estatales extranjeras determinadas producciones que encaraba el Estado, en condiciones de virtual subasta, no pudo sino generar el acortamiento de los plazos de recuperación de las inversiones. La actitud fue más parecida a una sala de juego que a una explotación sustentable. El sentido de destruir primó sobre el de conservar. Las ganancias obtenidas se distribuyeron totalmente, sin ninguna inversión de las mismas en mantenimiento o expansión de un capital, que acaso no podría recuperar el inversor de hoy. La Argentina ya vivió una experiencia comparable, con los regímenes de tenencia precaria del suelo, que llevaban a la sobreexplotación del mismo, con el consiguiente empobrecimiento de la fertilidad. Hoy no sorprende –es casi la crónica de muertes anunciadas– que falte el gas y no se haya invertido en gasoductos, o que los trenes vayan abarrotados y cada día muera alguien, o que las reservas que antes había de petróleo estén por agotarse. Es el resultado de una política de poco juicio y libertinaje, de calaveras.

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