EL BAúL DE MANUEL
No, no se trata del film de la Coca, aunque tiene en común tratar de un producto que tanto es para el consumo interno como para la exportación. Es el alimento más común del país. Ante la inusual elevación de su precio en las carnicerías, el Gobierno ha tomado una medida drástica, casi brutal: suspender la exportación del producto. Se basa en el supuesto de que lo exportado y lo consumido localmente es un bien homogéneo, y que al no poder exportar, ipso facto la cantidad exportable se trasladará al mercado. Es una concepción simplista del mecanismo de los precios, comparable a aquel chapista que quería corregir un bollo de un auto golpeándolo, y no actuando gradualmente sobre su entorno. A cada golpe, claro, nacía un bollo nuevo. El pensamiento es elemental: el precio sube porque la demanda excede a la oferta, y si la oferta se vuelve mayor que la demanda, el precio bajará. No se considera que carne de exportación y de consumo interno no son homogéneas, ni que la demanda responde instantáneamente al precio (“Don Fulano, ¿a cuánto tiene el cuadril?”, “a 30 pesos, señora”, “pues no lo llevo”); pero la oferta responde con rezago: la decisión de ofrecer más o menos carne en el mercado lleva un tiempo considerable; como la pesca y otros productos de origen en poblaciones animales, la oferta de carne está limitada a faenar el incremento poblacional; por encima de ello, decrece el stock y su capacidad reproductiva; y un vacuno nuevo tarda tres años en producirse (es el “ciclo ganadero”). Y que las “elasticidades” de oferta y demanda son distintas (“elasticidad”, recordemos, es el cociente entre el % de variación de la cantidad y el % de variación del precio: si una oferta cambia 7 por ciento cuando el precio cambia 3 por ciento, la “elasticidad de oferta” es 73). En materia de carne, la elasticidad de oferta ha sido históricamente inferior a la elasticidad de la demanda. La diferencia de elasticidades (la de oferta menor que la de demanda) plantea un típico “modelo de telaraña”: una demanda mayor que la oferta hace subir al precio, lo cual motiva una expansión de la oferta por encima de la demanda, que causa una reducción en el precio, que expande la cantidad demandada por encima de la oferta, y así siguiendo indefinidamente, en ciclos de subas y bajas de precios y cantidades cada vez más violentos. El modelo está en todos los libros. Falta aconsejar, como decía Mario Fortuna: “Agarrá lo libro, que no muerden”.
La contabilidad considera hechos sucedidos. La Economía, hechos por ocurrir, en el presente (o futuro inmediato) o en un futuro lejano. Su objeto, pues, es ver cómo asignar recursos económicos entre su uso en el presente o en algún futuro. Para el individuo, el recurso por excelencia es el dinero, y éste puede utilizarse hoy, cambiando dinero por mercancías o servicios, o diferir el consumo para algún tiempo futuro, y entretanto transferir a otros el poder de compra del dinero: en suma, gastar en el presente o no gastar en el presente (ahorrar). Ahorrar es trasladar el poder adquisitivo al futuro. El dinero mismo es un depósito de valor, o reserva de poder adquisitivo. Pero hay un problema no menor: tiene impreso e indeleble su valor facial, en tanto los bienes que por él se cambian tienen precios que fluctúan continuamente. Si hoy el aceite vale $ 5 la botella, $ 100 de hoy “valen” 20 botellas. Si conservamos el dinero por un mes y al cabo el aceite sube a $ 10 la botella, los mismos $ 100 “valdrán”, ese mes futuro, 10 botellas. Si esperamos subas de precios, ¿qué sentido tiene conservar dinero en efectivo? En la medida en que determinados bienes son no perecederos, y disponemos de dinero, nuestra riqueza no sufre merma si adelantamos la compra de esos bienes. Conservar dinero efectivo es amputar voluntariamente nuestro nivel de vida. En casos extremos, como la hiperinflación alemana de 1923, tener dinero en efectivo puede significar haber perdido toda la riqueza. El otro problemita es que nadie puede predecir con precisión la evolución futura de los precios. Se puede utilizar la propia experiencia para formarse una idea de la suba de precios. Uno sabe mejor que nadie qué precios le atañen más. Una medida de nuestra suba de precios es ver hasta qué día del mes nos alcanza la plata. Otro camino sería confiar en los índices oficiales de precios. Pero tales índices surgen de datos muestrales sobre los elementos que forman el gasto mensual de una familia típica. Pero, ¿cuánto no cambió la estructura del gasto después de la crisis del 2001? ¿Y qué datos se insertan en los índices? ¿Los precios acordados con los grupos empresarios, o los que se pagan en los mostradores? Se esperaba una suba de precios del 0,8 por ciento y resultó la mitad. Se declaró: “Se han quebrado las expectativas inflacionarias”. La suba del dólar, típico bien usado como reserva de valor, no convalida tal optimismo.
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