EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Ha renacido de sus cenizas la lista de precios máximos, y con ella las simientes de su fracaso. Es un antiquísimo engendro que se remonta al Código Hammurabi de Babilonia (actual Irak) y al Edicto de Dioclesiano, emperador romano –el último de los emperadores ilirios (el primero había sido Claudio) ungido tal por los soldados– entre 284 y 305. Este personaje, en el año 301, deseoso de mitigar la escasez provocada por sucesivas malas cosechas y por la especulación mercantil, hizo fijar precios máximos a diversos artículos, entre ellos la carne. Lo lindo era la pena por no respetar los precios oficiales y pretender cobrar más: muerte o deportación. Cayo Aurelio Valerio (así se llamaba) justificaba la pena diciendo que no era excesiva, pues con sólo cumplir sus estipulaciones bastaba para no ser alcanzado por ella. Entre otros artículos se contaban el vino, el aceite, vegetales, frutas, pieles, cueros, calzado, madera, alfombras y artículos de indumentaria. No es pensable que el emperador en persona se encargase de vigilar el cumplimiento de su edicto. Cabe imaginar que, si lo hizo, fue a través de subalternos, digamos, de “inspectores”. Intentemos recrear una violación del edicto: “Buenas, don Fabricius, advierto que está vendiendo la lechuga a dos monedas más que lo que manda el edicto. Las leyes del Imperio me autorizan y obligan a labrar un acta de infracción, luego de la cual recibirá la pena que corresponde a estos casos. ¿Cómo prefiere ser enviado con los dioses?, ¿por separación de la cabeza del cuerpo o que cuatro equinos tiren de cada una de sus extremidades?”. Es natural suponer que el comerciante haya adquirido súbitamente el color del papel y que rápidamente deslizara un buen número de piezas de metal precioso en el bolso del inspector, con el fin de persuadirlo a hacer la vista gorda por su infracción. Se non é vero, é ben trovato. Y dadas las volátiles pautas morales de los romanos en aquellos tiempos, la inevitable corrupción explica tanto el enriquecimiento de los inspectores como el rápido descrédito en que cayó el edicto de Dioclesiano. Este emperador, con ayuda de su compañero Maximiano, acabó de poner en orden el imperio. Sin embargo, no alcanzó a distinguir entre un sistema económico en que los negocios se realizan sólo para beneficio privado y otro sistema económico en el que el control del gobierno se aplica en beneficio del interés social.
En un sistema de empresa privada los precios de los bienes (trabajo incluido) se fijan en los mercados. El “equilibrio” se establece cuando, a cierto precio, la cantidad ofrecida es igual a la demandada. A un precio mayor al de equilibrio, la cantidad ofrecida excede la demanda, y ese exceso deprime el precio. A uno inferior al de equilibrio, la demanda excede a la oferta y el precio aumenta. El precio de mercado oscila por arriba o abajo del precio de equilibrio, o “precio natural”, como lo llamó Adam Smith. En un sistema de control, en cambio, los precios y la distribución de la oferta entre los demandantes se determinan por las necesidades sociales, como ocurrió, por ejemplo, durante y después de las grandes guerras del siglo XX, donde el aparato productivo estaba seriamente dañado y era incapaz de aportar la cantidad de cada bien que la sociedad requería. Bajo esas condiciones era imposible convertir los “deseos de la gente” en “decisiones de producción”, como decía Friedman. El método más conocido para permitir a todos el acceso a bienes esenciales era la cartilla de racionamiento, que ponía tope a las cantidades a que cada uno podía acceder. Otro método, que intentó combinar las ventajas de los mercados y del control, fue la publicación de listas de precios máximos. Estos precios, situados debajo del precio de equilibrio, ubicaban a cada mercado en la zona en que la demanda supera a la oferta por cierto margen. A menudo ese margen faltante, por no colocarse en el mercado, existe producido, pero su colocación a menor precio supondría valuar en menos el capital circulante del oferente, es decir, achicar el tamaño de su giro. Desde luego, quien no quiera pasar sin el bien cuya oferta es menor, puede intentar obtenerlo del oferente a través de una operación clandestina, entregándole al vendedor la diferencia entre el precio de equilibrio y el precio oficial. Eso ocurre todos los días al solicitar entradas en lugares preferenciales de cines y teatros. La situación, claro, sólo permite resolver su demanda a los sectores sociales de más ingresos, y deja sin cantidad precisamente a quienes se quería favorecer con precios reducidos. Otro camino, practicado por el gobierno de Perón a mediados de los ’50, es obligar a volcar al mercado sus existencias a los “acaparadores”. No puede afirmarse que ningún método haya servido al mezclar laissez faire con “control”.
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