Dom 28.01.2007
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EL BAúL DE MANUEL

› Por Manuel Fernández López

Bienestar y malestar

Estamos en un año electoral. Por único día en el cuatrienio podrán ajustar sus diferencias quienes una vez pidieron que se fueran todos y todos aquellos que todavía están, es decir, los acreedores y deudores, respectivamente, de la política. En principio, la opción que abren las urnas es: o dejar todo como está o ir hacia un cambio. Lo primero se justificaría si se considerase que la sociedad ya está en situación óptima. Pero, salvo la opinión de una minoría afortunada, ¿puede considerarse óptima la actual situación, con medio país trabajando en negro o viviendo al margen, sin acceder a los bienes indispensables para vivir (y vivir no es, para el ser humano, sólo comer)? Dos indicadores miden el malestar: desempleo y extrema desigualdad distributiva. Ambos son magnitudes variables y –como los precios de artículos industriales– más propensos a subir que a bajar. Por cierto que un menor número de desocupados o de pobres reduciría el malestar (o incrementaría el bienestar) de los beneficiados directamente. Pero si el Estado paga, con dinero de los contribuyentes, un sueldo a un desocupado o da un subsidio a una familia indigente, el bienestar que crea se contrarresta con el malestar que ocasiona a quienes pagan impuestos. Y no hay modo de comparar utilidad entre personas: saber si la utilidad de los que pierden (por pagar impuestos) cambia más o menos que la utilidad de los que ganan (por recibir subsidios). Esto se debatió en los ’30 y los ’40 del siglo pasado, y se acepta por criterio el óptimo de Pareto, formulado por dicho autor y –medio siglo después– por Abba Lerner, según el cual, “una reasignación de recursos que mejore la situación de un sector social es deseable si no se empeora la de ningún otro”. Hay, sin embargo, caminos en los que algunos ganarían sin que otros pierdan. Por ejemplo, la educación, y en particular la enseñanza técnica. La expansión económica ha llevado a emplear la mayor parte de la mano de obra con capacitación media. La masa desocupada (en especial la de jóvenes) carece de esa capacitación, y obtenerla no demandaría un entrenamiento mayor a un año. Quien gobierne a partir de diciembre podría ofrecer cuatro ciclos anuales de enseñanza profesional. Respecto del sin trabajo ni oficio, estamos como en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Torcuato Di Tella proponía preparar técnicamente a miles de trabajadores calificados.

Libertad de elegir

El título es el de una obra de Friedman, campeón del sistema económico liberal, cuyos seguidores se saludan formando una “L” con la mano derecha. Y también es el nombre que cuadra a la reciente medida oficial que devuelve a los jubilados el imperio sobre el ámbito en el que cobrar su pensión de retiro, y que, curiosamente, les fuera denegado durante la vigencia en el país de la política neoliberal de Menem y Cavallo. De modo que, una de dos: o el liberalismo, como se conoció en la Argentina, tuvo ejecución imperfecta, o el liberalismo en sí no es verdadero más que en el papel. Ciñéndonos sólo a las jubilaciones, merece recordarse que al momento de abrirse la posibilidad de operar las AFJP, las únicas referencias consideradas eran las de EE.UU. y de Chile. En esos casos, el régimen no había comenzado a operar sino al cabo de cierto número de años, durante los cuales se fue acumulando el capital necesario. Aquí esa etapa se saltaba, casi mágicamente. El ministro nunca explicó por qué tanto apuro. A las nuevas aseguradoras se las obligó a asociarse con otras similares de capital extranjero, lo que no había ocurrido en las dos experiencias foráneas (EE.UU. y Chile), sin tampoco explicarse el motivo de tal regalo al resto del mundo. Extrañamente, desde el gobierno mismo se desprestigió al sistema estatal, diciéndole a la población que había apostado al sistema de reparto y había perdido, como si la jubilación fuese juego de azar; para desanimar a quienes habían realizado grandes aportes, se les dijo que era imposible identificar sus aportes individuales, contradiciendo la realidad de minuciosos formularios de declaraciones. Todo ello era suficiente para huir velozmente del régimen oficial, si alguna alternativa se ofrecía. Para entrar al nuevo régimen se usó la técnica del embudo: amplio acceso para el que estaba afuera, y salida restringida para el ya capturado. Por cierto, el régimen de reparto no se sostiene cuando alcanza la madurez. Pero es mejorable. Y tal como funcionó, educó al país a practicar la solidaridad intergeneracional, al sostener los activos a los pasivos; y la solidaridad interclasista, al contribuir el capital a sostener a los asalariados. Es hoy notoria la quiebra de ambas formas de solidaridad, por ejemplo, en el trabajo en negro, que no aporta al régimen de reparto; y la resistencia de las empresas a compartir sus ganancias con el Estado.

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