EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Treinta años no son poca cosa para un país. Y desde hace treinta años domina una política económica economicista, así llamada por informar los rasgos del cálculo económico de los agentes individuales. Y ocurre que en la mayoría de los casos los intereses se contraponen. Decía Adam Smith: “En todas partes los salarios corrientes dependen del convenio que es común realizar entre dos partes, cuyos intereses no son, en modo alguno, idénticos”. La teoría económica posterior mostró que la demanda de trabajo depende de la productividad del trabajo, y la oferta de trabajo, de la desutilidad del mismo. Adoptar el criterio de la empresa implica hundir al trabajador y es lo que el Estado hace. Ocurre que la política económica no puede ignorar la ética: la economía puede organizar los medios, pero los fines tienen que provenir de la ética. La función mediadora del Estado, como órgano de la cohesión social, no puede basarse en asumir los intereses de unos u otros, sino referirse a criterios superiores. No a maximizar la utilidad individual, o la ganancia empresarial, o comprar al precio más bajo. Por poner otro ejemplo: la teoría neoclásica dice que el consumidor alcanza la máxima satisfacción cuando la utilidad marginal de cada bien dividida por su precio, es igual para todos los bienes. Un país que impone arancel cero para todos los bienes puede surtirse de cada bien al precio más bajo en el mundo. Pero con cada bien importado clausurará su propia producción y despedirá a sus trabajadores. Estos podrán comprar al precio más barato del mundo, pero no dispondrán de ingresos. Los fines de la política económica, pues, no pueden coincidir con los fines de los individuos que integran la sociedad. Francisco Valsecchi (1907-1992) planteó en 1956, al incorporarse a la Academia Nacional de Ciencias Económicas, que “los valores humanos constituyen el criterio supremo de la estructuración de la vida económica, para que el hombre encuentre en ella no obstáculos, sino incentivos al pleno desarrollo de su personalidad”. En 1976, al comenzar el actual modelo, se vio retroceder a las economías regionales, perder capacidad empresarial por cierre de plantas y deteriorarse el capital humano en virtud de su desempleo. Remediar aquello, ¿podía dejarse libremente al mercado, o el Estado debía participar, fijando rumbos y contribuyendo activamente a un mejor resultado?
En 1979 Francisco Valsecchi respondió a la huida del Estado y a ignorar los valores humanos: “El Estado no puede autoexcluirse de ciertas acciones, ni excluir de sus beneficios a clases sociales, sectores productivos o regiones geográficas. El Estado debe ordenar la organización económica para asegurar los valores humanos. Así, la economía queda al servicio del hombre. Las fuerzas ciegas del mercado no llevan la economía al servicio del hombre”, 1º) por ser un modelo excluyente, en que “la producción no se realiza en beneficio de la gran masa de los consumidores”; 2º) por su “falla congénita, cual es la inestabilidad del sistema”; 3º) por conducir a “pronunciadas y crecientes desigualdades entre las clases sociales”; y 4º) porque la economía sin control social “no permite que la libertad sea gozada por los económicamente débiles o por los que no tienen las mismas oportunidades en los puntos de partida”. Debe el poder público 1º) actuar para “prevenir y corregir las deficiencias y los excesos que pudieran resultad de la libre iniciativa privada y del libre juego del mercado”; 2º) asistir y promover las actividades económicas y privadas que sean conformes con el bien común, para tornarlas más eficaces o para hacerlas surgir donde no existan. El Estado, decía Valsecchi, no debe renunciar, en el campo de la producción, a “fomentar éste o aquel ramo de actividad, considerado indispensable para la prosperidad del país”; “fijar precios a productos esenciales” y crear “juntas reguladoras de compra y venta de ellos”, “restringir áreas cultivadas con indemnización a los productores”; imponer “derechos de aduana protectores de industrias incipientes”; conceder “subsidios para colmar la diferencia entre costos y precios”; otorgar “créditos de fomento a actividades fundamentales”; atribuir “privilegios especiales mediante deducciones o exenciones fiscales”. En el área del consumo, el poder público debe adoptar “medidas dirigidas a proteger a las clases populares, mediante la fijación de precios de bienes y servicios considerados indispensables en el presupuesto familiar”. En materia de distribución, el Estado ejerce la política social “destinada a beneficiar a los trabajadores en relación de dependencia”. El poder público debe intervenir “para lograr que la repartición de los ingresos se inspire en los principios de la justicia social”.
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