EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Bs. As. (provincia), enero 8, martes, 22 hs, st 41º: es imposible permanecer dentro de la casa sin un ventilador, o turbo, acondicionador, algo, y todos dependen de la electricidad, salvo para los abanicos. Tenemos tres splits, uno en cada ambiente. De pronto todo se vuelve negro: llegó el corte tan temido. Suerte que no estaba usando la computadora. No habíamos previsto esta emergencia: ¿quién piensa en comprar velas y abanicos? ¿Volvemos a la etapa colonial? Esbozamos una serie de acciones: primero buscar una linterna, luego prender velas (hay sólo tres y se consumen rápido: ¿esto durará mucho?) y desconectar artefactos eléctricos. Pronto los ambientes climatizados van alcanzando la temperatura exterior. ¿Salimos afuera? No hay viento y sí certeros mosquitos. ¿Cómo la pasarán en otros lados? ¿En El Calafate, por ejemplo? ¿Por qué no nos mandarán algo de fresco? Es una expresión de deseo, porque no se puede trasladar un clima a otra región. Pero en economía –en la producción– vale el principio de sustitución: la inmovilidad de los factores se suple con la movilidad de los productos. Podrían enviarnos energía, y con ella produciríamos aquí la refrigeración necesaria. ¿Cómo lo harían? Ya lo expliqué en otra nota: instalando turbinas eólicas (¿recuerda aquellos molinitos clavados en el suelo, en Amarcord?). El viento es inconstante y errátil. Pero el país tiene una región única, la Patagonia, en su mayor parte deshabitada, igual a tres cuartas partes de España, con viento bueno, predecible, constante y unidireccional. Cito a España porque posee el mayor parque de generación eólica en el mundo. Aquí, con condiciones naturales más favorables, se dispondría de una inagotable fuente de energía. Un problema es el costo de las turbinas. Pero en esto la sociedad debe elegir: o cañones o mantequilla, pero no ambos a la vez. O bien: gastos de lujo de los altos funcionarios o turbinas eólicas. Ya sugerimos esta agenda, movidos por ser oriundo de la Patagonia el anterior presidente. Pero se prefirió dejar a la población gastar a crédito sin interés en acondicionadores importados de Brasil, y el incremento en la demanda de energía mitigarlo ahora importando millones de lámparas de bajo consumo del mismo proveedor de splits. Es como elegir siempre el camino más fácil –el de la cigarra–, donde los que producen son los otros, y no el camino de la laboriosidad –el de la hormiga.
Una larga historia de protección al individuo y a su familia culminó en la prohibición de los juegos de azar en determinados distritos del país. Tanto los partidos y políticos de derecha como los de izquierda coincidieron en la necesidad de prevenir los funestos efectos de la adicción al juego. El socialismo concebía el salario del grupo familiar como la suma de dinero necesaria para proveer los gastos más indispensables del hogar, desde la comida hasta la educación de los hijos. Restar cualquier suma de ese monto significaba sacrificar necesidades vitales de la familia, y por tanto era un factor de disgregación y promiscuidad, y con ello una amenaza a la sociedad misma. Del lado conservador, cuando el 22 de julio de 1902 el Senado de la Nación presentó un proyecto de Ley prohibiendo los juegos de azar en la Capital de la República, en su defensa el senador Carlos Pellegrini calificó al abuso del juego como “un vicio que tiene consecuencias funestas para el hombre y para la familia”, como “un síntoma de riqueza y de abundancia”, y reclamó suprimir “la incitación al vicio” expresada “por medio de avisos, carteles o de otro medio de publicidad”, de la que eran víctimas “las clases más fáciles de seducir: el pueblo trabajador, los menores de edad”. Hoy, mucho más que entonces, los medios de publicidad estatales incitan flagrantemente al juego habilitándole a esa actividad el horario central de la TV estatal y spots incesantes las 24 horas del día. La inventiva particular, por su parte, logró violar la prohibición instalando un casino en el río, a la mera distancia de un puente respecto de la ciudad. Su clientela es la población porteña. La justicia, si se precia de tal, debería clausurar sin más trámite semejante engendro. Sus empleados son traficantes de juegos de azar –una actividad prohibida– de igual modo que son los traficantes de drogas prohibidas respecto de sus empleadores capitalistas. El Estado no debería alentar que los hoy despedidos del casino flotante retornen como trabajadores al mismo. Y en todo caso, si se desea ampararlos a ellos y a sus familias, sería preferible otorgarles rentas graciables durante cierto tiempo, antes que permitirles actuar como agentes de una adicción tan perjudicial. Aquellos clientes de alto poder adquisitivo tienen abiertas las puertas de Ezeiza para dilapidar sus patrimonios en Punta del Este, Las Vegas o Montecarlo.
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