EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
La galera
Nada por aquí, nada por allá. Y de pronto, ¡zas! El ilusionista extrae de la galera un puñado de dólares. Todos sabemos que él no los pudo fabricar en un instante. Y poco antes nos mostró el interior vacío del sombrero. Luego –razonamos– en un pase de manos que escapó a nuestra vista introdujo los billetes verdes. Es más: de haber visto cuántos billetes introdujo, sabríamos cuántos podía extraer –ni uno más–. Cuando llevamos a los niños a presenciar estos espectáculos, en teatros o circos, observamos, con cierta flema británica, sus caritas asombradas, pues sabemos que todo es un truco y sólo se trata de mover rápido las manos, de presti-digitar. Pero, ¿qué debería decirse del prestidigitador mismo, si éste creyese que estaba realmente creando los dólares que sacaba de la galera, o que podía extraer más que los que había introducido en ella? ¿Que se volvió loco? ¿Que se pasó de listo? Este, sin embargo, por loco que parezca, fue el juego al que jugaron la mayoría de los adultos –no los niños– de la Argentina, entre abril de 1991 y enero de 2002. Uno llevaba al banco 2 pesos para depositar y el empleado le preguntaba si los quería depositar en pesos o en dólares, pues los plazos y tasas de interés eran distintos. La gran mayoría elegía dólares, pero sin hacer una previa compra de dólares al banco y luego entregar los dólares para su depósito. Si hubiera hecho así, 2 dólares que estaban en el activo del banco salían del activo y su lugar pasaban a ocuparlo 2 pesos, en tanto su pasivo crecía en 2 dólares, el nuevo depósito. El depósito, en cambio, al no ser hecho en dólares, dejaba intactos en el activo del banco los 2 dólares, que por tanto podían prestarse a terceros, e ingresaba pesos billetes como pasivo, aunque en el registro contable aparecían “como dólares”. Pero eran dólares virtuales, o como diría Martín de Azpilcueta, “dinero ausente” (Comentario Resolutorio de Cambios, Salamanca, 1556, XIII). También se depositaban dólares-billete, originados en exportaciones, etc. Como la denominación contable era igual en ambos casos, es imposible discernir si la moneda de origen fue dólar o peso, y el que depositó pesos “como dólares” se guardará muy bien de reconocerlo, pues si esperaba el quiebre de la convertibilidad, tenía un móvil especulativo: con sólo retirarse antes que los demás, la riqueza contenida en un depósito se triplicaría en pesos –un modo rápido de crecer.
Bichos raros
Algunos colegas me comentan, preocupados, que cuando caminan por la calle la gente se cruza a la otra vereda, como si fueran portadores de algún mal contagioso o si su proximidad fuese fuente de catástrofes o infortunios. No es muy serio atribuir los males de la humanidad sólo a los economistas, ni es ecológicamente ético no reconocer la diversidad de especies, incluso entre las profesiones humanas. Pero no puede desconocerse que algunos economistas poseen singularidades en sus hábitos. Si usted ve a una persona vestida zarrapastrosamente, con un gorro de mapache en la cabeza y cara de no haber dormido la noche anterior, seguro esperará de ella que al acercarse junte los dedos índice y pulgar y le espete “jefe, ¿no le sobra una monedita?”. Con esa facha andaba por la calle y daba sus clases universitarias Thorstein Bunde Veblen (1857-1929), nacido en una granja de Wisconsin, aunque sólo habló noruego hasta los seis años, y que no enseñó en la Universidad de Villa Tachito, sino en Johns Hopkins, Yale, Cornell, Chicago, Harvard, Stanford y en la New School of Social Research (de la que fue profesor y fundador, junto a Charles Beard y Wesley C. Mitchell, este último tomado como modelo por Raúl Prebisch al fundar la Oficina de Investigaciones Económicas del Banco de la Nación Argentina). Veblen, aunque estudió con uno de los fundadores del neoclasicismo en Estados Unidos, John Bates Clark (los otros: Irving Fiesher y F. Taussig), creó un enfoque económico contrario a esa tendencia: el institucionalismo, desarrollado luego por W.C. Mitchell, John R. Commons y John K. Galbraith. Veblen predijo en 1911 el estallidode la guerra en Europa, la Revolución Rusa, y la formación del eje Alemania-Japón, en una guerra que sobrevendría como resultado de una paz imperfecta. Su obra célebre, Teoría de la clase ociosa (1899) puede leerla hoy todo EE.UU. “El capitalismo industrial –decía– es una forma de evolución primitiva y bárbara, como la de los simios.” Quizá pensando en Drake, definía la propiedad privada como “el botín exhibido como el trofeo de correrías exitosas”. La búsqueda de riqueza por los capitalistas era parte de un “instinto depredatorio”. El patriotismo, que hunde sus raíces en la “barbarie primitiva”, es “una de las fuerzas más potentes que promueven la guerra”. El patriotismo y la guerra eran los emblemas del “empleo depredatorio, no productivo”.
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