Dom 16.03.2003
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EL BAúL DE MANUEL

El baúl de Manuel

› Por Manuel Fernández López

Chico material

Suele llamarse “materialista” al que vive por y para el dinero. Nada más desafortunado, pues la mayor parte del dinero no es material, lo que crea grandes perplejidades a los numismáticos. La tarjeta plástica con que abonamos una compra no es dinero en sí, como tampoco lo es un cheque. No se puede caracterizar cabalmente el dinero por la materia que lo constituye sino por los usos a que sirve, o “funciones” del dinero. Por lo pronto, no es dinero aquello que no sirve como intermediario en intercambios, para que el comprador abone su compra y el vendedor conserve en dinero el valor de lo vendido. Pero como quien adquiere dinero no está obligado a desprenderse de él, y puede diferir su empleo o entregarlo a otros para que cubran sus operaciones con él, tampoco es dinero lo que no sirve para transferir poder de compra (usualmente en operaciones crediticias) cediendo a otros el uso del dinero; o conservar ese poder de compra por algún tiempo. Cumple otras funciones, como expresar precios o cotizaciones (unidad de medida). La inflación es letal para esas cualidades: los precios cambian, pero el dinero lleva impreso su denominación. Prestar dinero a otros, bajo condiciones de alza de precios, crea el riesgo de recuperar ese préstamo en dinero desvalorizado; conservar dinero sin gastarlo o prestarlo produce el mismo efecto. El daño patrimonial es tanto más intenso cuanto mayor sea la inflación o más prolongada la duración de un préstamo o la conservación de dinero en efectivo. Como la naturaleza tiene horror al vacío, cuanto más se retira el dinero de sus funciones normales, tanto más lo invade otra, no monetaria o extraordinaria: la redistribución de riqueza, que hunde a ciertos sectores sociales y beneficia gratuitamente a otros. La función de transferir poder adquisitivo en operaciones de crédito es posible por el dinero y permite, tanto a productores como a consumidores, realizar compras de magnitud considerable. Pero el crédito, normal y necesario, se convierte en pesadilla cuando circunstancias imprevisibles cambian los términos del contrato, cuando la inflación interna hace irrisorios los precios en moneda nacional: durante la hiperinflación alemana de 1923, valores insignificantes se cotizaban a millardos de marcos. Y durante la inflación argentina los compradores de inmuebles en 120 cuotas fijas terminaban pagando cuotas irrisorias.

Deudores

La inflación y la devaluación cambiaria son poderosos mecanismos de redistribución de riqueza. Y lo que es peor, de redistribución regresiva de la riqueza, es decir, contra quienes menos tienen o que están en situación más débil en una negociación. Perjudica a los acreedores de sumas fijas y a deudores de sumas ajustables, y beneficia a deudores de sumas fijas y a acreedores de sumas ajustables. Créditos personales, prendarios e hipotecarios por los que se entregaba una suma de pesos –no dólares– a devolver en cuotas fijas en pesos, solían incluir –en letra pequeña– cláusulas de indexación a dólares, cuando la indexación la prohibía expresamente la Ley de Convertibilidad de 1991. Pongo mi propio caso como ejemplo: recibí un préstamo personal en pesos de una institución no financiera como el Conicet, a pagar en pesos a una entidad bancaria tan respetable como el Banco Ciudad, con cláusula de ajuste en dólares. Esa cláusula era, sin duda, abusiva e ilegal. Todas las entidades financieras la ponían en sus préstamos, a pesar de que, como bien se recordará, habían hecho cerrada oposición al caso inverso, a devolver ellas con cláusula dólar futuras acreencias de depositantes, como era el caso de los depósitos en AFJP. El propio ministro de Economía de aquellos años, en virtud de la citada ley, instaba a todo el país a tomar créditos en dólares, arguyendo que no sólo tenían la garantía legal de un tipo de cambio fijo sino que las condiciones de los préstamos eran más ventajosas. Hoy quienes otorgaron aquellos préstamos en pesos exigen dólares o, mejor dicho, su equivalente en pesos al tipo de cambio actual. Esta es la contracara de los que llevaron pesos a los bancos y los depositaron como “dólares virtuales”. Los que prestaron en una moneda y hoy exigen otra, buscan salvarse en la crisis, tomando el patrimonio de otros, sin esfuerzo alguno, y al precio de dejar en la miseria a otros que contrataron de buena fe. ¿Puede el Estado tratar como especuladores a ciudadanos que, para cubrir una necesidad tomaron créditos, que apostaron y perdieron? Luego de sancionar el Congreso la ley de 1 peso = 1 dólar, prohibir la indexación, alentar el endeudamiento en dólares, ¿puede la autoridad pública decir, como hizo en su momento para alentar las jubilaciones por sistema de capitalización y desalentar las de reparto, “usted apostó a las instituciones y a la ley, y se equivocó”?

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