Dom 08.01.2006
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INTERNACIONALES › LA ECONOMIA QUE ESTA DETRAS DE LAS RETORICAS

¿El eje de qué cosa?

Hugo Chávez, Evo Morales y Ollanta Humala se dieron cita esta semana en Caracas y se volvió a hablar de ejes del “mal” y del “bien”. Pero la realidad es más compleja.

› Por Claudio Uriarte

El tiempo apremia. El enemigo se prepara. Y crece. Motorizado por dos formidables reservas energéticas, un nuevo eje geopolítico adverso a Estados Unidos está tomando cuerpo en América Latina. De cumplirse lo previsto, un nacionalismo armado con petróleo (Venezuela) y un indigenismo armado con gas (Bolivia), ambos ya aliados con el totalitarismo de Fidel Castro, crearán un eje desestabilizador en el subcontinente, que puede atraer hacia sí al ascendente (aunque hasta ahora indescifrable) ex militar y actual candidato electoral peruano Ollanta Humala, y quizás hasta ayudar a las FARC a llegar al canal de Panamá. Del lado opuesto, las declaraciones no son menos estridentes. El de Venezuela, Bolivia y Cuba, ha dicho Hugo Chávez esta semana, no es el eje del mal, sino el eje del bien, antineoliberal y antiimperialista. Lo que fue prontamente contestado en estos días por el incorregible canciller brasileño Celso Amorim, quien descartó la existencia de ejes del bien o del mal y los calificó de anacronismos en un mundo globalizado. Traducción: Itamaraty sigue viéndose como el único eje posible, maligno o benigno, al sur del río Grande.

La realidad es un poco más compleja. La presencia de Evo Morales en Caracas integró la primera gira internacional del líder indígena y cocalero como presidente electo. Esa gira lo llevó también a España, Bruselas y Francia, donde desparramó garantías orales de que las empresas privadas extranjeras que operan en Bolivia no serían expropiadas. En realidad, no podría hacerlo aunque quisiera. Bolivia ya cobra a las empresas extranjeras de hidrocarburos impuestos y regalías por valor del 50 por ciento de sus ganancias; aumentar ese porcentaje la colocaría fuera del marco de rentabilidad de las compañías, sin olvidar que Bolivia sola, por más que disponga de las segundas mayores reservas de gas de América latina, carece del capital y la tecnología necesarios para extraerlo. Por lo tanto, una lulización, aunque fuera moderada, de “el Evo” no puede descartarse del todo. El caso de Hugo Chávez no deja de guardar similitudes. El bolivariano no cesa de bramar gigantescas maldiciones contra Estados Unidos, pero el caso es que la odiada potencia del Norte es uno de los principales compradores de petróleo de Venezuela (es decir, que ésta depende de aquélla para sus generosos programas de redistribución social), así como uno de sus principales suministradores de alimentos. Es decir, dependen una de la otra.

¿De dónde viene, entonces, tanta histeria declarativa? En parte, de Estados Unidos mismo, cuya visión de América latina parece haber cambiado muy poco de los tiempos de “Braden o Perón”, en que se creía (también entonces pasaba a resultar anacrónico) que el vozarrón de “la Embajada” bastaba para imponer al candidato de su gusto en el país que fuera. Pero Estados Unidos enfrenta un problema más estructural en la forma de su propia política antinarcóticos, que es una catástrofe. Bolivia es la demostración más clara. A un país paupérrimo, con un 80 por ciento de su población hundido en la miseria, se le pidió que sus campesinos erradicaran sus cultivos de coca (la base de la cocaína, uno de los bienes de consumo mejor cotizados del mundo) a cambio de papas o de zanahorias, y eso con poca o ninguna ayuda bilateral, además del acceso a la simbólica Acta de Preferencias Arancelarias Andinas. Evo podrá decir que terminará la erradicación de cultivos de coca por razones históricas y culturales, pero lo cierto es que la decisión impuesta por EE.UU. en tiempos de Hugo Banzer y de Gonzalo Sánchez de Losada arruinó la economía campesina, produjo el movimiento cocalero, potenció la “guerra del gas” y en definitiva dio todo el impulso y la furia necesarios para que Morales llegara arrasadoramente al poder. Algunos apologistas arguyen que las erradicaciones han servido para subir el precio de la cocaína en las calles de Nueva York o de San Francisco, pero parece un logro demasiado chico para justificar la creciente pérdida de influencia y de poder político en su “patio trasero”.

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