ENFOQUE
› Por Javier Lindenboim
La construcción de datos e indicadores en materia económica y social es uno de los cometidos indelegables del Estado. Dicha actividad puede ser evaluada técnicamente y sobre ella se puede aplicar el sentido común, no necesariamente con similar resultado. En general vale preguntarse si siempre están bien confeccionadas las estadísticas oficiales. No es grato reconocer que en Argentina hay más de un motivo de insatisfacción.
En los censos económicos, por ejemplo, se fueron cambiando los criterios clasificatorios y el universo incluido. En los de población se insertaron cambios significativos en 1991. En la Encuesta Permanente de Hogares se reemplazó la metodología en medio del incendio del país en los primeros meses de 2002. Estas son apenas ilustraciones de situaciones que tienen en común el inconveniente de que las estadísticas posteriores son incomparables con las que se construían hasta entonces. Esto es, los ciudadanos y los investigadores tenemos más de una razón por la que aspiramos al mejoramiento de los resultados de la labor del Indec.
Ahora bien, si alguien piensa que la intromisión y modificación de los criterios vigentes para la construcción del Indice de Precios al Consumidor (IPC), operada recientemente por el gobierno nacional, tiene como motivación la mejora de esta parte de las estadísticas públicas está muy equivocado.
En la carrera de economía se aprende que para conocer el cambio registrado en un conjunto de precios es necesario identificar –al menos– una cantidad de bienes y servicios que se denomina “canasta”. Esta resulta del conocimiento de muchas “canastas” correspondientes a subconjuntos particulares de familias. La configuración de los consumos difiere entre ellas según los ingresos de que dispongan.
Por otra parte, un hogar cualquiera consume no sólo los alimentos cotidianos, sino que utiliza vestimenta o elementos varios que no se adquieren diariamente, ni siquiera todos los meses. Eso significa que la vivencia de cada uno suele estar impregnada por lo que ocurre más a menudo. Si un índice quiere representar la manera en que se deprecia nuestro ingreso necesariamente tiene que tener todo esto en cuenta.
Por eso “la canasta” promedio que resulta no es en realidad la de ninguno de nosotros en particular sino la que nos representa a todos. De allí que “la sensación térmica” de cualquier persona suele ser distinta a la que refleja el índice de precios.
Claro que hay muchos problemas técnicos que resolver incluyendo el esencial: un índice como éste se desactualiza pero no hay manera de evitarlo. Hay que salir semanalmente a recabar información de los precios de un mismo conjunto de bienes, pues de lo contrario su carácter se desnaturaliza. Dicha información se obtiene en comercios sobre los cuales la ley y la lógica elemental indican que debe mantenerse el secreto.
Todo ello es motivo de debate en los foros internacionales en los cuales el Indec, en general, encuentra apoyo técnico en sus actividades cotidianas. Pero el ciudadano común suele mirar con recelo al IPC. En ese contexto, el golpe a la credibilidad sobre él (y, por derivación, sobre todas las estadísticas oficiales necesarias para cualquier sociedad que se precie) que le asestan tanto la forma como la sustancia de la actual intromisión política producida en un área tan sensible no se aprecia aún en toda su intensidad.
Ahora bien, ¿a quién le importa más que este tipo de estadísticas sean lo más certeras posibles? No caben dudas de que los trabajadores –que suelen “correr de atrás” la evolución de los precios– necesitan de sólida información pasada y correctas previsiones para la discusión en las paritarias. Por ello es más que llamativo el silencio de las organizaciones sindicales y, en general, de la dirigencia gremial.
Ese silencio se ve sustituido por un parloteo oficial contra el aumento de precios que, como hace el tero con sus gritos, esconde lo central: cómo se conforman los precios en el capitalismo concentrado de la Argentina de hoy. Allí está la esquizofrenia mayor. Pero aquí parece que si se lograra mediante cualquier ardid que el termómetro diga que la temperatura no es preocupante eso estará bien. Ahora si el paciente luego fallece es otra cuestión (“eso es cuestión de salú” decía Zitarrosa).
De tal manera se escamotea la esencia del conflicto social y se nos propone que discutamos cosas muy importantes pero de relevancia menor: si la funcionaria desplazada entró o no por concurso; si es profesora de estadística o no; si la reemplazante conoce o debe aprender la actividad que se le asigna; si es legal o ético que parte del personal amenace publicitar el número “verdadero”, etc.
Querer tapar el sol con un harnero no suele expresar un gesto virtuoso. Desafortunadamente no sólo no parece haber vuelta atrás sino que hay un empecinamiento. El mismo que, seguramente, será puesto en festejar otros resultados del propio Instituto de Estadísticas como la eventual disminución del desempleo o la continuidad del ritmo de crecimiento económico.
La mirada mezquina siempre expresa la mezquindad del observador. Festejar como excelso el dato del porcentaje que los trabajadores habrían llevado de la riqueza total en 2006 sólo le sirve a aquel desmemoriado que no quiere recordar que es apenas cinco puntos mayor que el de 2002 pero todavía bastante menor que el de comienzos de los noventa.
Por último, la manipulación y la desprolijidad técnica van a llevar más temprano que tarde a inhibir las comparaciones internacionales. Allí nos preguntaremos, ¿para qué nos sirve este 1,1 por ciento?
El autor de esta nota es director del CEPED/UBA e Investigador Principal del Conicet.
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