ENFOQUE
› Por Alejandro Fiorito y Fabian Amico *
La economía convencional postula causalidades que carecen de coherencia teórica y por ende enfrenta una miríada de casos empíricos que persistentemente no logra explicar. La inflación no escapa a ello, con el agravante de sus inmediatas consecuencias políticas. La explicación convencional de la inflación parte de un supuesto inadvertido pero crucial: la economía se encuentra en (o tiende al) pleno empleo de factores. Así, cualquier impulso de demanda (como el gasto público) produce un exceso de demanda y desata un aumento de precios.
Esta explicación siendo la más vulgarizada, no encuentra asidero empírico. Muy rara vez los países alcanzan la plena utilización productiva. Menos aún del trabajo. Normalmente hay capacidad ociosa, y la demanda funge como elevador del nivel de actividad (mayores cantidades) y no como exceso sobre la oferta (mayores precios). Verbigracia: en el período 2002-07, en Argentina jamás se superó el 80 por ciento de la utilización de la capacidad productiva, aunque el PIB creció al 8 por ciento anual. Pero al menor atisbo de inflación se acusó, sin mayor análisis, a un excesivo aumento de la demanda. Hay en juego una visión en la cual el producto potencial es independiente del producto corriente gobernado por la demanda agregada. Esa independencia, es enteramente refutada por la literatura moderna sobre las series de tiempo. Allí la evidencia revela que el producto potencial (la capacidad productiva) está correlacionado con la marcha del producto corriente y con la demanda. El fenómeno se conoce como “histéresis” del producto potencial, ya que el mismo conserva las huellas de los impactos de la demanda y del ciclo económico.
Así, los pedidos de “enfriar” la economía (hasta por economistas considerados heterodoxos) mediante la reducción del crecimiento de la demanda, bien por medio de ajustes fiscales o bien con subas de tasas de interés (metas inflacionarias) y contracción monetaria, fracasan en el objetivo de bajar la inflación. Las políticas contractivas no tocan las causas de la inflación y pueden incluso recrudecerlas. En los ’80, por caso, se usaron políticas restrictivas y la medicina no pudo evitar la hiperinflación con estancamiento. Por su lado, las subas de las tasas de interés actúan por un canal totalmente diverso del previsto por la ortodoxia del inflation targeting: hacen de imán del capital especulativo externo, aprecian el tipo de cambio y suavizan los choques de costos (vg. las subas de precios internacionales de alimentos). Son herramientas eficaces de control de la inflación, si se omiten sus efectos temibles sobre el crecimiento, el desempleo y la distribución.
Las explicaciones ganan en consistencia cuando indagan sobre la formación de precios y dejan tranquila a la demanda. Aquí el centro son los costos unitarios de insumos nacionales y/o importados, los costos salariales y el margen de ganancias que se adiciona sobre esos costos. La tradición estructuralista latinoamericana pivoteó sobre estos factores “estructurales”, como el rol central del tipo de cambio, la elasticidad de la oferta agrícola y otros elementos que luego se “transmitían” vía su impacto en los salarios reales y las pujas distributivas.
Aquí es preciso distinguir entre niveles de precios, tasas de aumento y aceleración. Una suba de precios (por ejemplo, el encarecimiento de un insumo) modifica los precios relativos, eventualmente produce un aumento del nivel de precios sin por ello acelerar su tasa de crecimiento. Es decir, sin generar inflación. Aun en el caso de insumos muy difundidos (combustibles), una suba de su precio lleva a una convergencia hacia un nuevo y más alto nivel, alterando los precios relativos, pero sin aceleración. Hace falta algo más para lograrla.
Para que una suba de precios se acelere es preciso que medien procesos redistributivos del ingreso que impacten en la formación de precios, acelerando su tasa de cambio. Vg. una suba de salarios nominales en condiciones normales se trasladará al precio en proporción al mayor costo. Luego ese precio integrará otros costos. Si todos los sectores trasladan a su vez este mayor costo a sus precios –como es la norma–, eso dejará a lo sumo, al salario real sin cambios. Allí, los trabajadores pueden pujar nuevamente por lograr la capacidad adquisitiva deseada (sea por pérdida anterior o por una mejora distributiva), y dependerá de su fuerza (organización sindical, historia y situación de empleo) para lograr subas de los salarios nominales, que nuevamente, luego de un tiempo, serán trasladados a los precios.
Pero, no cualquier suba de salarios desata inflación. En las economías capitalistas reales, las demandas por salarios y markups planeados son independientes. No hay ningún mecanismo económico que garantice la consistencia de esas demandas. Ergo, puede que el salario real demandado y los precios fijados por las firmas excedan el producto neto generado. Si esto persiste, un espiral de precios baja el salario real, o (si el salario nominal crece más que los precios) se retrasa el tipo de cambio, se pierde competitividad, se devalúa, cae el salario real y suben los márgenes de ganancia. Estos procesos siempre terminan mal para los asalariados, salvo que exista una adecuada intervención estatal con políticas de ingresos.
La heterodoxia local falla al sacar del foco al salario como elemento de la puja inflacionaria. Las versiones más inconsistentes afirman que los empresarios suben los precios ante un mayor impulso de la demanda sin aumentar la producción ni invertir, lo que está empíricamente desmentido por la experiencia reciente de la Argentina.
Una segunda, es que la inflación se debe a aumentos “autónomos” de los márgenes de ganancia, como si todas las empresas sincronizaran el aumento de sus markups y aceleraran esas subas todo el tiempo. Pero otra vez esto no se verifica: las empresas fijan sus márgenes nominales al momento de hacer una inversión tomando como dato la situación distributiva. Luego ajustan tales márgenes a los fines de conservar un cierto margen real (neto de inflación) para reponer el capital. Por caso, en los ’90 había similares estructuras oligopólicas y grandes márgenes de ganancia, y no había inflación. ¿Por qué no actuaba esta lógica en esos años?
Una tercera es que existen “restricciones de oferta” sectoriales, o “cuellos de botella”, que “disparan” la puja distributiva. Tampoco esto explica la aceleración del nivel de precios, ya que todo crecimiento involucra una dinámica “desbalanceada”, que integra un cambio estructural y es acicate para invertir allí donde hay más presión de demanda. Aquí la cura es el lapso necesario para que responda la inversión (y lo hace, como se vio entre 2002-08).
En suma, los choques de oferta y de costos, que la ortodoxia ve como aleatorios y secundarios, son en realidad los factores claves. Y suelen estar ausentes en la heterodoxia local. Son estos choques de costos los que originan pujas por el ingreso que pueden devenir inconsistentes. Los ejemplos son múltiples en nuestro país:
- Subas de precios internacionales de alimentos que integran la canasta salarial, cataliza la puja, y justifican por este lado la implementación de retenciones que mengüen dicho impacto.
- El caso de ciertas ramas productoras de insumos difundidos y exportables (hierro, acero, aluminio) en las que sus costos salariales son irrisorios, como el caso de Techint o Aluar. Como a la soja, el precio de estos insumos es equivalente al precio internacional (sin relación con los costos). Luego, las significativas subas internacionales de tales bienes mueven la estructura de costos doméstica.
- La hiperinflación en los ’80, propagada por sucesivas devaluaciones, que dando “luz verde” al traslado de salarios a precios, más la inelasticidad característica de nuestras exportaciones e importaciones, desembocaba en una crisis estructural de balanza de pagos e inflación cambiaria.
Pero la visión heterodoxa predominante dice que los salarios no pueden ser responsables por la inflación ya que exhiben un nivel históricamente deprimido. Siendo esto cierto como tendencia, es el producto de un largo proceso previo de pujas (que turnaron subas y bajas reales del salario), y que consolidaron un resultado frustrante. Subyace a esta visión una confusión, no siempre explícita, y asaz condimentada de connotaciones éticas, por la cual los salarios nunca pueden ser “culpables” de la inflación, como si la economía real fuese planificada, confundiendo los deseos con la realidad. Luego culpar a los oligopolios y su “afán desmedido de lucro” por la alta inflación “cierra” perfectamente con esa confusa noción. Pero no resuelve el problema de la inflación real: la inconsistencia de los reclamos sobre el ingreso.
La verdad empírica es que si se aspira a tener un alto crecimiento del PBI y el empleo, muy probablemente la inflación resultará mayor a un dígito. Magia no hay. Se ha “lobotomizado” a la población con la absurda idea de que es posible crecer sin inflación. Sí es posible regular su ritmo, preservando el crecimiento, y coordinando la indexación para que no sea explosiva. Claro, existen otras vías: una dictadura militar que reprima toda puja (¡y vaya que se intentó esa opción en Argentina!). En los países asiáticos, con dictaduras militares y canastas salariales basadas en arroz, no escaparon a la misma lógica: Indonesia, Corea, Singapur, Tailandia y Filipinas mostraron en los ’70 tasas de crecimiento de 7/8 por ciento con tasas de inflación de dos dígitos. Lo mismo pasó con Brasil o México.
El control de la inflación es político, pero no por razones conspirativas, sino porque la distribución en el capitalismo es exógena, es decir, depende de múltiples factores no económicos. Como existe una clara asimetría de poder entre trabajadores y empresarios, es preciso que el Estado regule la dinámica de formación de precios, incluyendo políticas de ingresos que coordinen en el tiempo metas explícitas, el ritmo de crecimiento de la inflación, las mejoras de empleo y productividad, y las sucesivas mejoras salariales a fin de incorporar explícitamente la recuperación de los ingresos salariales perdidos y una mejora real de la situación distributiva de los trabajadores. Análogo a como aparece la cabina de un avión de pasajeros ante un improvisado piloto, las herramientas –olvidadas por el ideario neoliberal– que dispone el Estado para intervenir en la economía son más de las que hoy se usan. No es un camino fácil, pero es el único.
* Economistas de UNLU y Revista Circus
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