ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Las sociedades no son conjuntos armónicos al albergar fuertes conflictos en su interior. La contradicción por antonomasia, forjadora de la Historia, es entre el capital y el trabajo. En la fórmula peronista de la armonía, la solución es 50 por ciento del ingreso para el capital y 50 para el trabajo. Hoy, aunque se discuta la velocidad, se avanza en esa dirección. Por seguir este rumbo la actual administración tiene como principal aliado “de clase” al movimiento obrero organizado. Los empresarios, a pesar de no experimentar problemas de ganancias y de un PIB en expansión, se mostraron, en forma explícita a partir de 2008, en la vereda de enfrente. En la relación con los trabajadores son difíciles de olvidar los años de “Libertad”, de ausencia de Populismo. Y el peronismo, a pesar de los ‘90, trae en sus genes la redistribución del ingreso en favor del salario.
En esta línea de búsqueda de armonías, la asunción esta semana de José Ignacio de Mendiguren al frente la UIA podría ser considerada casi un triunfo justicialista. A nivel simbólico hasta hubo abrazos públicos con Hugo Moyano, pero, sobre todo, un discurso conciliador y plagado de guiños: el nuevamente presidente de los industriales llamó nada menos que a una distribución 50 y 50, a desarrollar las regiones, a la integración local de las cadenas productivas, a la asociatividad entre las grandes empresas multinacionales y las pymes y a que el Estado, sin abusos, equilibre las asimetrías del mercado. Mirando el vaso medio lleno, todo fue música para los oídos gubernamentales, siempre ansiosos de reencontrarse con la “burguesía nacional”.
Así vista, la resolución de la interna de la UIA podría leerse como un reacomodamiento de fuerzas que asume el fracaso de la lectura de 2008, cuando con ansias se adelantó el irremisible final del kirchnerismo. No son pocos dentro de la entidad fabril quienes creen que fue mal negocio atarse a la estrategia confrontativa de la dupla Techint-Clarín. Más si, como indican todas las encuestas, la actual administración se mantendrá al menos cuatro años más. Si Héctor Méndez representó la alianza con la vieja oligarquía y el retroceso neoliberal de la entidad, De Mendiguren sería el regreso a la senda “desarrollista”. El relato parece edificante y portador de la concordia perdida. Tiene además la ventaja de estar en sintonía con la sucesión de pactos que cíclicamente proponen las tribunas opositores y, también, con el diálogo social propuesto alguna vez por el Gobierno y archivado tras la revuelta campera. Pero el relato es formal. Efectivamente De Mendiguren fue conciliador. Decididamente el antikirchnerismo de Techint-Clarín no resultó redituable, pero algunas contradicciones, de esas que suelen llamarse principales, siguen intactas y dependientes, como siempre, de un factor poco tratado por los economistas: el poder.
En esta línea, el economista argentino residente en Brasil Eduardo Crespo plantea las contradicciones actuales de la economía a través de cuatro objetivos que –se supone– serían compartidos por los economistas del Gobierno:
- El tipo de cambio debe ser alto en términos relativos porque favorece la industrialización.
- La inflación debería ser más baja, entre otras cosas, para mantener el tipo de cambio.
- Las elevadas tasas de crecimiento actuales deberían mantenerse.
- La distribución del ingreso debe mejorar.
La pregunta básica que se formula el economista es si esos objetivos son compatibles para la economía local. Su primera respuesta es que, en el corto plazo y como indican los números, el tipo de cambio alto no puede convivir con baja inflación y distribución progresiva del ingreso. Y en este punto introduce un argumento provocador: “En defensa del tipo de cambio alto suele ponerse como ejemplo el desarrollo industrial exitoso de las economías del Sudeste asiático. Cabe preguntarse si en el Taiwan de Chiang Kai-Shek había paritarias libres o si en la Corea de Park Chung-hee, a quien se recuerda por haber encarcelado empresarios, podían remarcarse precios con tanta libertad. ¿Acaso puede pensarse que en China un conjunto de ‘agricultores’ pueden salir a cortar todas las rutas del país porque se niegan a pagar un impuesto o se oponen a alguna medida del gobierno? Si la respuesta es negativa, ¿puede pensarse que CFK y el FpV tienen las mismas herramientas que el PCCh para definir el tipo de cambio? Hablar del tipo de cambio sin tener en cuenta las relaciones de poder es por lo menos ingenuo”, concluye.
Lo que afirma Crespo es políticamente incorrecto. Deja entrever que no se puede contener la inflación con aumentos de salarios del 30 por ciento, porque eso, si no media una represión de los empresarios al estilo Corea del Sur, se trasladará a precios. En otras palabras, que por más abrazo que haya entre Moyano y De Mendiguren, por más sintonía discursiva que reaparezca, la contradicción principal, la puja distributiva, seguirá intacta. La primera conclusión es que, por lo menos hasta las elecciones, el Gobierno no tiene el poder suficiente como para avanzar, por ejemplo, en políticas de tipos de cambio diferenciales o para poner freno a las paritarias; no para que no se avance en una redistribución positiva, sino para que se modere y no se coma el tipo de cambio. Por eso, concluye “sacando el tema del Indec”, la política del Gobierno contra la inflación aparece como la única posible. “Teniendo en cuenta que no se tiene el poder para imponer otro esquema de retenciones y se hace difícil disuadir a la tropa en las paritarias, el peso se devalúa un poco y se convive con una inflación mayor a la deseada. De aquí a las elecciones sólo queda profundizar en lo que se puede.” El argumento de fondo es casi extremadamente sencillo, si la inflación se explica por la puja distributiva, no puede frenarse si alguna de las partes no pierde en la puja. Con prescindencia de los gustos, si el poder del Gobierno no alcanza para torcerle el brazo al capital o al trabajo, no queda más que convivir con la inflación, al menos hasta que las relaciones de poder cambien
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