ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Para los economistas cercanos al Gobierno existen algunos consensos básicos sobre el estado actual del modelo económico. Hablar de consensos es distinto que hacer un diagnóstico. Un diagnóstico puede ser compartido por economistas con ideologías y objetivos muy diferentes. Por ejemplo, el grueso de los economistas coinciden en algunas definiciones básicas sobre la macroeconomía actual: 1) la inflación es alta y el tipo de cambio no la acompaña. 2) Esto produce un problema de elevada nominalidad que profundiza tendencias estructurales, como el camino hacia la restricción externa en períodos de crecimiento sostenido.
Ambos puntos no son opinables; son hechos. Se puede opinar, en todo caso, sobre el origen de los fenómenos y en cómo abordarlos. Sin embargo, el debate económico público que se observó durante la campaña electoral pasó por otro lado. Fue binario. Desde la oposición se destacó la existencia de los citados hechos. Algunos dinosaurios fueron sacados del desván y reaparecieron como si no hubiese pasado nada, a lo sumo sin bigotes. Así se vio a responsables del desastre de la década del ’90 realizar sensatos análisis sobre la existencia de los hechos. Desde el oficialismo y ante la imposibilidad de negar la dimensión molesta de estos hechos, se respondió con la catarata de logros del modelo. Probablemente esto haya sido lo más eficiente en tiempos electorales. Quizá no lo sea a partir de mañana.
Ahora bien, después de una elección en la que se consigue un respaldo popular contundente se está ante el momento de mayor fortaleza política de un gobierno. Es, en consecuencia, el momento posible para introducir los cambios más fuertes. Provocar un cambio significa afectar intereses, como mínimo el de parte de los beneficiados por el statu quo existente. Por definición, el consenso sobre las transformaciones no puede ser compartido por el conjunto de la sociedad. Esto es la democracia política; el gobierno de las mayorías respecto de las minorías; el límite del consenso.
El dato recorta el universo: el diagnóstico es universal; el consenso sólo es posible entre “los economistas que adhieren al actual modelo económico” y reside en los objetivos: mantener en el largo plazo el alto crecimiento con más inclusión acentuando la expansión del empleo y el salario.
Definido este objetivo ya quedan afuera los nostálgicos de los ’90, para quienes, por ejemplo, el crecimiento del salario es inflacionario. Si el objetivo es el crecimiento del empleo y el salario, en el mundo no se conoce otra vía que el desarrollo industrial, que además permite el crecimiento de las ganancias y, bien elaborado mediante una política de sustitución de importaciones con sesgo exportador, aleja la restricción externa dando lugar a un desarrollo autofinanciado. Para que este tipo de desarrollo sea posible, los salarios no pueden aumentar en dólares más allá de cierto punto, lo que en el presente es lo mismo que decir que el tipo de cambio no puede revaluarse indefinidamente. Aparece aquí un primer determinante para la profundización del modelo: aumentar el ingreso de los trabajadores sin que aumenten los salarios en dólares.
El determinante es también un dilema. Lamentablemente, una de las herencias del neoliberalismo, marcadas a fuego incluso en las mentes de economistas que dicen militar en la heterodoxia, es la idea de que el tipo de cambio competitivo es malo para los salarios. Quienes abrevan en esta herencia sin saberlo son quienes hoy creen que la revaluación del peso no es un problema, porque, dicen, mejora los salarios. La afirmación es tan verdadera como incompleta. “Es buena para los salarios en el corto plazo”, en el mediano y largo produce desindustrialización, aniquilamiento de las economías regionales extrapampeanas (altamente demandantes de mano de obra), destrucción de empleo, pérdida de capacidad de negociación de los trabajadores y caída de los salarios. Lo notable es que se trata de una película que ya se vio muchas veces y de la que no se conoce otro final.
Adicionalmente, uno de los problemas con la revaluación es que provoca adicción. Las adicciones nunca son terribles al principio. Al contrario, permiten postergar las soluciones verdaderas a los problemas más profundos. La droga de la revaluación tiene efectos balsámicos. Al permitir mayores ingresos en dólares mantiene a raya la puja distributiva, el conflicto social y, parcialmente, la inflación. La contrapartida es el aumento de la nominalidad, pero el adicto no piensa en el largo plazo, vive el presente. En la historia, no sólo de la economía local, la adicción genera una secuencia de tres pasos: aumento de la nominalidad, restricción externa y financiamiento externo. Algunos economistas oficialistas ya hablan de este financiamiento como alternativa de política.
La opción no es, como chicanean los adictos, la devaluación. Y mucho menos la devaluación sin compensaciones. La terapia comienza por terminar con la continuidad de la revaluación y avanzar hacia tipos de cambio múltiples para distintos sectores. El mecanismo económico más eficiente para esta diferenciación cambiaria es bien conocido: las retenciones, las que adicionalmente, al bajar los precios de los productos básicos, tienen efecto ingreso para los asalariados. A las retenciones pueden sumarse incentivos a la exportación de bienes de alto valor agregado o de determinadas regiones, lo que mejora de hecho la competitividad de las producciones y regiones que se elija privilegiar.
Las retenciones, sin embargo, presentan serias restricciones políticas. Tras la traumática experiencia de la Resolución 125 muchos no quieren comprarse otro conflicto similar al de 2008. Será necesario, entonces, agudizar la creatividad sobre los instrumentos, aunque es inevitable que el resultado final sea, en la práctica, tipos de cambios distintos entre sectores, cualquiera sea el nombre: múltiples, compensados. Esta es la herramienta básica para una política industrial dada la estructura económica local. Supone un camino más complejo y esforzado que el de la droga, pero también un desafío intelectual.
El riesgo de seguir uno u otro camino es mayúsculo. La revaluación significa desandar los avances de ocho años; una política de desarrollo industrial con tipos de cambio múltiples más ingresos extrasalariales representa una vía, quizá la única, para la profundización del modelo
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