ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Un cuestionamiento notable que sobrevuela los medios de comunicación desde que se conoció la noticia de la recuperación de YPF se resume en la pregunta “¿Por qué no lo hicieron antes?”. En su exposición de esta semana en el Senado, el viceministro de Economía, Axel Kicillof, fue gráfico. Señaló que tal cuestionamiento era algo así como reprocharles a los próceres de Mayo haber hecho la revolución en el año 1810, cuando bien podrían haberla impulsado, por ejemplo, en 1805.
Contrafácticos similares también se escucharon en tiempos de la recuperación de las AFJP, pero por entonces buena parte de la oposición política decidió inmolarse ante el altar del poder mediático y asumir sus reclamos. Sacudidos por los resultados electorales, esta oposición se dio cuenta de que las actitudes que permiten figurar en la prensa no son las mismas que suman votos. Además, oponerse a la recuperación de YPF significaba, en muchos casos, abjurar de las mejores banderas históricas de sus partidos. Ante el acierto del adversario, no les quedó más que apretar los dientes y agregar al sí algún pero. Si se deja a un lado a los maximalistas, aquellos para los que cualquier medida es poco con prescindencia del contexto de acumulación de poder político, el argumento que quedó fue sólo uno: el contrafáctico. ¿Por qué la medida no se tomó antes? Responder esta pregunta no es irrelevante. Ayuda a comprender tanto la dinámica del actual contexto político, como las necesidades de la macroeconomía.
El estatismo no está en el ADN kirchnerista. Contra las trasnochadas afirmaciones de sus críticos de derecha, la actual administración no cree en un Estado empresario, pero decididamente sí cree en un sector público interviniendo en áreas estratégicas. Contra el discurso de los organismos financieros internacionales que hace estragos allí donde se aplica, esta intervención es una regla de sano capitalismo, de la que sobran ejemplos exitosos en el mundo.
Esta lógica de intervención fue la que se aplicó para el Correo, la empresa de aguas y Aerolíneas Argentinas. En el sector energético, el kirchnerismo estuvo muy lejos de la prescindencia. Bajo el objetivo amplio de la regulación sectorial, ensayó diversas estrategias de intervención. Comenzó con retenciones y la creación de Enarsa, y se perfeccionó con retenciones móviles y una compleja política de subsidios a la generación eléctrica y al consumo, medidas que tuvieron una importante incidencia en los costos de producción de las empresas de todos los sectores de la economía. Con estas políticas consiguió primero separar los precios internacionales de los internos y, luego, redistribuir parte de la renta petrolera. En cambio, no consiguió aumentar los niveles de producción para satisfacer las ingentes necesidades energéticas de una economía en fuerte expansión cuya matriz, además, es todavía altamente dependiente de los hidrocarburos (84 por ciento).
Aquí entra en juego una segunda falacia de los lobbistas empresarios. Como se repitió en los últimos días, la producción de petróleo comenzó a caer en 1998 y la de gas, en 2004. El ciclo de la actual administración comenzó en 2003. Esto significa que luego de una etapa precedente de constante crecimiento hasta los citados picos, la era kirchnerista coincide con una etapa única de permanente caída de la extracción y las reservas. La conclusión para el que otea por la ventanilla es clara: las políticas de estos años fueron las responsables de la debacle extractiva. Siguiendo la misma lógica, la liberalización post-1992 coincide con los mayores aumentos de la extracción, proceso que continuó hasta los citados picos, lo que sería un indicio del éxito de la liberalización.
Estas argumentaciones falaces fueron repetidas una y otra vez por los senadores de la oposición, entre ellos los descendientes de actores que sentaron las bases para la ruinosa privatización de 1998. Su error de fondo es que, tras la liberalización de 1992, las empresas se lanzaron a una política extractiva socialmente irresponsable sobre yacimientos que habían sido desarrollados por la YPF estatal y, además, lo hicieron sin acompañar la mayor extracción con inversiones en reposición de reservas. El resultado lógico y esperable, que ninguno de los iluminados lobbistas del presente advirtió en su momento, fue la caída de producción y reservas heredada en 2003.
El error del kirchnerismo no fue su estatismo sino todo lo contrario: su creencia inicial de que empresas como Repsol serían capaces de responder a los desafíos de una economía en expansión. No se trata de que Repsol sea intrínsecamente mala sino que su objetivo, como el de cualquier empresa privada, es la maximización del beneficio. En concreto: la lógica microeconómica de la inversión privada colisionaba con las necesidades de la macroeconomía. En un contexto de aumento de los precios internacionales, con el barril de crudo por arriba de los 100 dólares, a Repsol le convenía invertir lo que ganaba en la Argentina en terceros mercados donde podía vender sin regulación. Fronteras adentro, la filial local apostaba a que frente a un escenario de escasez y a la necesidad de importar combustibles, el país desregularía y permitiría la progresiva nivelación de los precios internos con los internacionales. Este escenario, al derramar sobre todos los precios de la economía, atentaba contra la sustentabilidad del modelo macroeconómico. La actual administración enfrentaba entonces un dilema de hierro: optar por los intereses de una petrolera extranjera y sus voceros locales e internacionales, o apropiarse de la política energética para mantener el modelo de desarrollo con inclusión
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