ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Tras una década de fuerte crecimiento con mayor inclusión, el tipo de desarrollo de la economía local sigue siendo materia de discusión. Una pregunta central es si, efectivamente, la última década también puede considerarse ganada en materia de desarrollo industrial. Desde 2002, con la aplicación de retenciones que discriminaron en favor de la agregación de valor, el modelo se definió en favor de la industria. Luego de más de diez años de implementadas las primeras medidas, cabe preguntarse si fue suficiente; si existió un crecimiento industrial diferencial o, por el contrario, el crecimiento de las manufacturas se limitó a acompañar al del conjunto de la economía.
Si se juzga por los números, los resultados son dispares. La participación de la industria en el total del Producto (PIB industrial / PIB) no aumentó, sino que se redujo muy levemente. No obstante, el proceso debe contextualizarse incluyendo la larga desindustrialización iniciada en 1974, año en que la producción industrial llegó a representar el 22,9 por ciento del PIB. Al terminar la dictadura, en 1983, el número era del 19,2 por ciento. Pero lo peor estaba por venir: en 2002 el porcentaje había caído al 15,4. Después de la crisis, entre 2003 y 2012, el PIB industrial pasó del 16,4 al 15,9 del PIB (Indec y Mecon). No fue una década de revolución industrial, ni en Argentina ni en la mayoría de los países del mundo. En la Eurozona, por ejemplo, el PIB de la industria pasó en el mismo período del 20,1 al 19,7 del Producto (Eurstat) y en Brasil, del 14,8 al 12,6 (IBGE). En algunos casos los cambios se relacionaron con la expansión de los servicios y en otros con la reprimarización en función de los precios de las commodities.
En el plano local, el dato central fue que se puso fin a un proceso de desindustrialización de tres décadas, cambio reflejado también por otros indicadores, como la inversión en Bienes de Capital (equipo durable) que en 2012 fue del 11,1 por ciento del PIB. El máximo alcanzado durante la convertibilidad fue del 8,9 en 1998. El dato vale para quienes aún sostienen que en el presente continúan usufructuándose las inversiones de los ’90.
Luego está el sector estrella, el automotor, que pasó de un pico de 457 mil unidades en 1998 a 826 mil en 2011, de las que más de medio millón se exportaron. Esta expansión tuvo efecto multiplicador en otras ramas, como la metalmecánica, que creció a un promedio del 10,7 por ciento anual entre 2003 y 2012, bastante por encima del promedio del total de la industria.
La primera conclusión preliminar, entonces, es que en la última década se frenó la desindustrialización y se registró una expansión cuantitativa de la industria que acompañó el crecimiento del PIB, lo que también explica el diferencial del crecimiento de las manufacturas locales en relación con las de otros países de la región. Así, mientras que en 2003-12, la industria argentina creció el 106,4 por ciento, la de Brasil lo hizo sólo el 20,5, la de Chile el 34,5 y la de Venezuela el 37,7.
El balance industrial importa especialmente porque en el presente existen algunos hechos económicos fuertes sobre los que antes o después habrá que tomar decisiones. Sólo por citar algunos: el superávit comercial tiende compulsivamente a reducirse; las importaciones de combustibles son crecientes a corto y mediano plazo; y la restricción externa marca el techo para el crecimiento conducido por la demanda. Estos hechos sintetizan las restricciones que deberá enfrentar la actual administración en los dos años que le restan de mandato, período en que la política económica ya no tendrá los mismos grados de libertad que en la última década.
Entre muchos economistas cercanos al Gobierno existe la certeza de que el único camino posible para continuar el actual proyecto pasa por profundizar la agregación de valor local, un proceso lento que significa complejizar el entramado industrial, integrar cadenas de valor, sustituir importaciones y diversificar exportaciones, al tiempo que se avanza en resolución del déficit energético. Las dudas sobre cómo avanzar en esta dirección son de vieja data. No surgen sólo de la definición del set de políticas adecuadas, sino de quiénes pueden ser los agentes que conduzcan el proceso, lo que remite nuevamente a la estructura productiva existente. Una de las herencias de los ’90 fue la elevada extranjerización de las principales empresas, lo que generó efectos muy concretos en la organización de la producción.
En general, como lo grafica la industria automotriz, las principales firmas son multinacionales implantadas a escala regional con el objeto de aprovechar el tamaño de los mercados. Megaempresas que producen distintas piezas en diferentes países y luego ensamblan en diferentes terminales. También la industria estrella de los 2000 es la que más abiertamente grafica el principal problema de este tipo de estructura productiva: el déficit externo, justamente uno de los problemas que deben combatirse. Sucede que cuantos más autos se producen, mayor es este déficit. Y ello sin sumar la remisión de utilidades en el largo plazo.
Un problema similar se presenta con algunas actividades extractivas sumadas al rubro de las Manufacturas de Origen Industrial (MOI), como es el caso de la creciente producción y exportación de cobre y oro, en realidad materias primas que salen al exterior sin elaborar y que luego, como en el caso del cobre, se importan como insumos industriales. Aquí también se trata de empresas extranjeras cuya cadena de valor está integrada, pero a escala global. Otro ejemplo es el sector energético, aunque con alguna morigeración desde la recuperación de YPF.
Una segunda conclusión preliminar es que el actual proyecto ya no podrá mantener niveles altos de crecimiento y expandir la inclusión haciendo más de lo mismo. La conclusión general posible es que en una década se logró frenar la desindustrialización de las tres décadas anteriores. El próximo paso es expandir la industrialización, quizás el único camino para evitar el ajuste
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