ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
El endeudamiento público funciona como el principal instrumento de una suerte de pacto neocolonial. La esencia de cualquier relación colonial es, precisamente, la extracción del excedente de la colonia. Obviamente, no cualquier endeudamiento público habilita relaciones de sujeción. Es útil, por ello, detenerse en las distinciones básicas.
La deuda pública puede ser interna o externa. La primera es la nominada en moneda local; la segunda, en moneda extranjera. Por su naturaleza, la primera puede resolverse localmente por múltiples caminos; la segunda, la que puede sustentar la extracción del excedente, no. A estos datos debe sumarse que en el mundo de la globalización financiera los mecanismos de sujeción se sofisticaron. Para tomar la deuda ofrecida por los organismos internacionales es necesario someterse a sus condicionalidades, sometimiento que borra la autonomía de la política económica, la que queda subordinada a los intereses de los poderes globales y sus clases auxiliares locales. Luego, para tomar deuda externa con el sector privado se argumenta que tener acuerdos con los organismos internacionales resulta una “garantía de calidad”. Es la famosa triquiñuela del “grado de inversión”. El circuito se cierra con los “aparatos ideológicos” del poder financiero: las calificadoras de riesgo y la prensa hegemónica, internacional y local.
Estas distinciones son muy elementales y sirven para ser puestas al comienzo de cualquier discusión sobre el desendeudamiento de la última década y sobre un potencial regreso a los mercados. En este marco es posible formularse algunas preguntas iniciales: La situación de la deuda pública, ¿mejoró o empeoró en la última década? ¿Existió verdadero desendeudamiento o todo fue un gran simulacro para seguir transfiriendo a los acreedores más o menos la misma porción del producto anual?
Aunque en la historia siempre se puede ir más atrás y empezar por Rivadavia y el crédito de la Baring, el problema del endeudamiento público se generó durante la última dictadura y fue la peor carga heredada por la democracia. Durante toda la década del 70, el endeudamiento se había mantenido por debajo del 20 por ciento del PIB. A comienzos de los ’80, las tasas de interés internacionales comenzaron una carrera alcista, a la vez que se deterioraban los términos del intercambio, y para 1987 la deuda ya había superado los 70 puntos del Producto. Aunque en términos nominales la carga nunca dejó de crecer, su relación con el PIB cayó a la mitad en 1994. Desde entonces, y a pesar de su “capitalización” con las privatizaciones, creció hasta superar los 50 puntos en 2001. Con la devaluación y la crisis de salida de la convertibilidad, el problema explotó y la relación deuda/PIB alcanzó el pico del 165 por ciento. Pero al igual que la devaluación, el default no fue una decisión política, fue un imperativo. Nótese que hasta aquí no se habló de “miles de millones de dólares”, sino de la magnitud que realmente importa cuando se habla de endeudamiento público: su relación con el Producto; la carga de la deuda. Adicionalmente, eso permite no embotarse con los números. Así, tras el canje de 2005, dicha relación volvió a estabilizarse y a descender lentamente desde el 74 por ciento en ese año al 64 por ciento en 2006 y el 41,8 en 2011. El año pasado, dado el freno del PIB, la relación volvió a subir hasta casi al 45 por ciento. De acuerdo con los números presentados en el Congreso con motivo del Presupuesto 2014, se espera, con optimismo, que la relación baje del 40 recién en 2017.
Con un poco de mala intención, lo que siempre vuelve más divertido el análisis, podría decirse que “después de tantos esfuerzos para desendeudarse, finalmente la deuda se encuentra otra vez en niveles relativamente similares a los de fines de los ’90”, a lo que se suma la acechanza de los fondos buitre y del sistema judicial estadounidense más la furia del poder financiero internacional por el mal ejemplo local. Pero efectivamente, el análisis es malintencionado. Si se mira el largo plazo, la actual administración no sólo reparó la grave anomalía de la serie provocada por la crisis de 2001-2002, sino que introdujo cambios muy significativos en la naturaleza y la carga de la deuda. Y lo hizo precisamente en las dimensiones que determinan la sujeción colonial: primero, deshaciéndose de las condicionalidades de los organismos financieros internacionales vía el pago total de lo adeudado al FMI; luego reduciendo significativamente la parte “externa” de la deuda, es decir, la nominada en moneda dura.
Los números a 2012 muestran que del total de la deuda pública, poco más del 58 por ciento (26,1 puntos del PIB) es “intra sector público”, dinero que el Estado se debe a sí mismo, entre sus distintas agencias. Sólo el 29 por ciento de la deuda (13 por ciento del PIB) es deuda con acreedores privados. Y el remanente de casi el 13 por ciento (5,7 del Producto) es con organismos multilaterales. Dicho de otra manera, la deuda “neta” solo representa el 18,7 por ciento del PIB. Y de este 18,7 es deuda externa, nominada en divisas, el equivalente a 15,3 por ciento del PIB. Esta situación permitió que el pago de intereses en moneda extranjera pase del 3,8 por ciento del Producto antes del default al 1,4 en 2012, luego de tocar un piso del 0,8 en 2010.
Para completar el debate del presente resta una pregunta esencial: en un contexto de bajas tasas de interés internacionales, ¿fue buena la decisión de pagar los vencimientos en efectivo o era preferible refinanciarlos y evitar la caída de reservas? La respuesta es importante porque se trata del argumento central de quienes pregonan regresar a la política del endeudamiento estructural y sujeción colonial que tanto costó revertir. El ejercicio es sencillo, aunque extenso, y consiste en aplicarle las tasas “teóricas” que podrían haberse obtenido en condiciones óptimas de refinanciación, a todos los vencimientos que fueron pagados en efectivo. Esas tasas habrían sido, en dólares, del 9 por ciento entre 2005 y 2007, pero se habrían disparado en 2008 y 2009 al 20 y al 25 por ciento, respectivamente, para volver a estabilizarse en 9 y 8 por ciento en 2010 y 2011. El resultado del ejercicio muestra que la deuda entre 2005 y 2011 habría aumentado, redondeando cifras, de 179 a 243 mil millones de dólares, es decir 64 mil millones adicionales. En contrapartida, las reservas internacionales se habrían incrementado en 25 mil millones pasando de 46 a 71 mil millones. La deuda pública bruta en relación con el PIB hubiera caído, pero previsiblemente mucho menos de lo que efectivamente lo hizo, en vez del 41,8 por ciento del PIB que registraba en 2011, habría quedado en el 55 por ciento. En el ínterin, el pago de intereses habría aumentado significativamente todos los años, especialmente en 2008 y 2009, volviendo a la economía más dependiente de los ciclos internacionales.
Finalmente una última pregunta, un poco herética: ¿todo esto quiere decir que tomar deuda en divisas es siempre malo? En una economía con problemas de restricción externa, regresar a los mercados financieros puede ser una oportunidad para el cierre de brecha del desarrollo y el aumento de la densidad nacional, pero si y sólo si se incorpora el aprendizaje de los errores del pasado, es decir; si se evita la sujeción colonial y destinar los recursos obtenidos a gastos corrientes
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