ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Aunque las reservas internacionales no hayan terminado de caer es posi ble hacer un primer balance, muy preliminar, del accionar del nuevo equipo económico. El primer paso fue avanzar en dos aspectos que habían sido negados hasta en el discurso: el cepo y el sinceramiento del tipo de cambio. Para el Gobierno, las palabras irritantes eran precisamente dos; “cepo” y “sinceramiento”, ambas caras de una misma moneda. Comenzar a desarmar el cepo resultaba imposible sin asumir algo de devaluación. Finalmente, los mercados y los comportamientos microeconómicos existen. Una vez asumida esta existencia, las recientes medidas demostraron ser más eficaces para controlar la cotización de la divisa que el expulsado estilo militante de restricción y apriete cuerpo a cuerpo. Un avance por donde se lo mire, y con menor ruido político. Sin embargo, avanzar en la dirección correcta no significa que los problemas hayan desaparecido. Ningún paquete de medidas es mágico. En adelante, el gran desafío será el equilibrio entre la administración de la restricción externa y uno de los derivados de la tarea: la inflación. Si para salir del cepo fue necesario asumir una devaluación, la tarea central que sigue es evitar el completo traslado a precios del nuevo tipo de cambio, así como su efecto negativo sobre salarios y crecimiento. Es aquí donde el nuevo equipo mostrará, si la tiene, su muñeca. Algo ya demostró con el progresivo desarme de las expectativas de maxidevaluación.
Un test rápido para conocer la ideología de cualquier economista consiste en preguntarle cuál es su receta para la inflación. Claro que toda receta supone un diagnóstico (o al menos debería suponerlo). En consecuencia, para predecir los próximos pasos del equipo económico interesa saber cuál es su diagnóstico sobre la inflación. A la cabeza de este balance se encuentra el taxativo rechazo a su relación con la emisión, algo que Axel Kicillof sostuvo desde mucho antes de ser ministro. En cualquier caso es una discusión vieja, pero de resonancia presente. Contra toda evidencia, sobran los economistas que, a toda hora y por todos los medios, insisten con la relación, lo que obliga a repasarla una vez más. Quienes asocian inflación con emisión consideran que una mayor cantidad de dinero en la economía genera un exceso de demanda que no puede ser afrontado por la oferta de bienes y servicios, situación que se ajusta a través del incremento en los precios. A esta idea se le agrega que la cantidad de dinero es controlada por el Banco Central. Ambas ideas presentan un problema común: no son corroboradas por la realidad.
Primero, porque la emisión puede no ser convalidada por la demanda del sector privado. Este fue el caso de Estados Unidos, Europa y Japón, que en respuesta a sus crisis financieras expandieron sus bases monetarias sin que ello se traduzca en mayores precios generalizados, sino solamente en una baja en la velocidad de circulación. Algo similar ocurrió en el plano local. Aquí la emisión del BCRA se originaba mayoritariamente en la recompra de divisas excedentes del balance comercial, lo que en contrapartida permitió acumular reservas internacionales. El proceso fue acompañado por momentos por subas de precios. Sin embargo, cuando esta recompra se redujo significativamente, la inflación no se detuvo. Vale destacar, como dato adicional, que la relación cantidad de dinero/PIB de Argentina es baja comparada con la mayoría de los países.
Segundo, y más importante, porque un incremento de la demanda originado por una mayor cantidad de dinero no necesariamente encuentra un límite en la economía real. Sobra evidencia de que la oferta de bienes y servicios responde positivamente al incremento de la demanda. La emisión, entonces, es expansiva antes que inflacionaria. A nivel del empresario individual, es posible imaginar que frente a una mayor demanda aumente precios, pero en el agregado, la conducta empresaria es aumentar la oferta. Las empresas basan su expansión en el crecimiento de la producción, no de los precios, un concepto difícil de entender tanto para los marginalistas como para quienes postulan una maldad empresaria intrínseca. El carácter expansivo de la demanda es convalidado por los datos: en los años de mayor crecimiento de la última década, la Inversión Bruta Interna Fija (IBIF) creció más que proporcionalmente, aumentando su participación en el PIB. Luego, la relación positiva entre el crecimiento de la demanda agregada y la demanda de inversión se verifica para toda la década.
El diagnóstico del equipo económico es que la inflación es por puja distributiva. Es decir, de costos, y, en consecuencia, “la devaluación incide y mucho”. Frente a este diagnóstico, no hay muchas recetas. En economía es difícil sacar conejos de la galera. El camino por venir tiene un alto componente de negociación política, lo que quizás explique los cambios de gabinete, y consiste en consensuar acuerdos de precios con los empresarios y de salarios con los sindicatos. O sea, frenar los componentes inflacionarios inerciales generados en los últimos años. Esta tarea puede asumir múltiples formas, pero como quedó demostrado con el freno a las expectativas de maxidevaluación, una mejora en las formas del uso del poder del Estado puede derivar en un avance en la eficiencia de la gestión de precios. Eficiencia que el nuevo equipo tendrá que demostrar.
En materia de crecimiento, una potencial víctima del nuevo panorama, puede recordarse lo escrito por Kicillof en diciembre de 2010 en este mismo suplemento, cuando aseguraba que se había llegado “al límite de las posibilidades de sostener un crecimiento acelerado en base a medidas eminentemente macroeconómicas”. Su corolario de entonces era, precisamente, que había poco para inventar y que existía un único camino conocido por todas las economías que lograron cerrar la brecha del desarrollo: la planificación estatal de la industrialización
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