ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Los actuales padecimientos de la economía no tienen nada que ver con la prédica negativa sobre el gasto público que luego, vía déficit y emisión, provoca inflación y desincentiva la inversión, un cuento ridículo que, primero, no explica los mecanismos de transmisión y segundo, no se verifica empíricamente. La realidad es bien distinta. El principal problema del presente es la restricción externa. No es una sorpresa. Se trata de un fenómeno muy conocido y estudiado por los macroeconomistas argentinos desde hace décadas. La inflación, ese enemigo de superficie, es hoy de naturaleza básicamente cambiaria. Luego, la principal causa real e inmediata de la restricción externa es el déficit energético. Cabe preguntarse, contrafácticamente, cuál sería hoy el panorama si YPF se hubiese recuperado, por ejemplo, en 2004. O bien si desde el principio se hubiese recuperado el sistema previsional y creado un banco de inversión para acompañar la transformación de la estructura productiva desequilibrada, previa selección de sectores a favorecer. No sería el paraíso, pero el déficit energético se hubiese postergado y finalmente salvado con algo cuya potencialidad no era entonces evidente, los recursos no convencionales. El país, efectivamente, podría seguir creciendo con lo propio sobre la base de su superávit de cuenta corriente. Los grados de libertad de la política económica serían infinitamente mayores y el sostenimiento del crecimiento del PIB no estaría atado a la posibilidad de ingreso de capitales. Traducido a términos de los sucesos de la semana, el avance del “plan buitre de cinco puntos” descripto primero por el ministro Axel Kicillof y tuiteado luego por CFK (ataque personal a la imagen de la Presidenta, desestabilización cambiaria, impedimento de los pagos de la deuda reestructurada, bloqueo a cualquier nuevo endeudamiento y esmerilamiento mediático del Gobierno) sólo resulta posible porque la política económica perdió grados de libertad.
Los enemigos no son nuevos. A los poderes globales la actual administración no le resulta simpática desde el primer discurso de Néstor Kirchner en la ONU, en el mismo 2003. La voluntad de autonomía frente a los organismos financieros internacionales, el impulso de nuevas alianzas regionales y la aguerrida renegociación de la deuda tampoco ayudaron. En el frente interno, el quiebre llegó recién en 2008, primero con la 125 e inmediatamente después con la eliminación del negocio de las AFJP. El panorama presente en términos de adversarios es, por decirlo suavemente, complejo. En la vereda de enfrente quedaron Estados Unidos, el poder financiero global, las principales cámaras empresarias y buena parte de los dueños de los sindicatos. Se trata de un agregado con real capacidad de daño, pero, otra vez, un daño posible en tanto el Gobierno perdió grados de libertad como consecuencia de la restricción externa.
En perspectiva histórica, la economía kirchnerista, tal como funcionó hasta 2013, fue la negación del neoliberalismo. El próximo paso virtuoso debería ser el tercer momento hegeliano, la negación de la negación. Un nuevo estadio que mantenga a pleno la negación original, pero que ponga al tope de la agenda todas sus limitaciones. No se trata de un listado. Los procesos políticos no son lineales en términos de idea-acción, son el resultado de una sumatoria de acuerdos con una pluralidad de actores. Las principales acciones de la actual administración se impulsaron cuando fue posible en función de las relaciones de fuerza. ¿Podía Néstor Kirchner en 2003 romper de cuajo con el establishment económico-financiero? ¿Podía hacerlo CFK en 2007? Antes de medidas como la recuperación del sistema previsional o de YPF fue necesario acumular poder. Otra cuestión es si estas medidas estaban en agenda o si respondieron a un proyecto integral. La respuesta es probablemente negativa. Fueron decisiones tomadas en la urgencia de la coyuntura, tanto para financiar al Estado como para comenzar a revertir el emergente déficit energético.
Las decisiones del kirchnerismo, en tanto momento de negación del neoliberalismo, fueron en la dirección correcta, pero no ocurrieron en el marco de un plan de transformación estructural de largo plazo. Es más, existe un cierto desdén por la idea misma de “un plan”. En algún momento la militancia decretó que la economía quedaba subordinada a la política. Esto es siempre así, pero bajo el prerrequisito de que la economía responda. Cuando la estructura económica deja de responder, la subordinación se invierte. Si todo marcha sobre ruedas en materia energética, el autoabastecimiento se recuperaría recién en cinco años. Los sectores industriales no deficitarios a desarrollar no están siquiera definidos. Mientras tanto, el sector que más divisas aporta, el complejo agroindustrial, sueña con regresar al momento uno. Finalmente, hablar de largo plazo en un presente urgente resulta estrambótico. Hay un problema de tránsito. El equipo económico que asumió hace apenas 10 meses imaginó y programó una transición con financiamiento externo, proceso abortado por el Poder Judicial estadounidense, o por “el plan de cinco puntos” en sentido amplio. El debate, tanto de la ortodoxia como de la heterodoxia, se centra en si se recuperará este financiamiento a partir de enero de 2015, una vez caída la cláusula RUFO. Quizás haya llegado el momento de pensar en otra cosa. Es muy probable que incluso pagando el ciento por ciento a todos los holdouts, incluidos los buitres, el financiamiento no llegue.
Quienes creen que un proceso doloroso de lento deterioro de la economía producto de la profundización de la restricción externa sólo afectará al Gobierno se equivocan o perdieron la memoria histórica. La negación de la negación demanda un plan, una dimensión económica. A su vez, un plan demanda una recomposición política de las alianzas de clase hoy deterioradas.
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