ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
La voluntad de industrializarse tiene múltiples dimensiones, entre ellas: combatir el déficit externo, equilibrar la estructura productiva y expandir la creación de valor mejorando su distribución, multiplicar el Producto y conseguir mayor autonomía económica. No se trata de aislarse en un mundo que aumenta su interconexión, sino de una visión estratégica y deliberada de sumar grados de libertad para el desarrollo productivo. En este sentido, la política industrial local puede anotar dos grandes fracasos. El primero es que generó un entramado productor de Manufacturas de Origen Industrial (MOI) altamente deficitario en divisas. Cuando el déficit de un sector es también el déficit de la cuenta corriente significa que se le baja el techo al crecimiento, con lo cual la industria no suma independencia, sino que a partir de un determinado punto, la resta. El segundo fracaso es que la propiedad de las empresas es hoy mayoritariamente extranjera. El carácter extranjero no tiene nada de malo per se. Las inversiones del exterior son una oportunidad para el ingreso de capitales, aunque con repatriación a posteriori vía dividendos, y para la transferencia de tecnología y know how. Pero en la economía realmente existente, no todo es tan aséptico.
Si se toma el caso paradigmático del sector automotor, la totalidad de las terminales son extranjeras. La razón de instalarse en el país se relaciona con una estrategia regional para apropiarse de los mercados internos. El Mercosur como espacio ampliado fue un aliciente extra y apetecible. El resultado al presente es que la industria automotriz regional es un entramado de terminales instaladas en distintos lados de las fronteras que, con el argumento de las economías de escala, generan un tráfico internacional de vehículos y autopartes. En el caso de Argentina esta estructura explica buena parte de las exportaciones de MOI. Es lo que se encuentra dentro del paquete cuando se afirma, por ejemplo, que “Brasil es el principal destino de las exportaciones industriales argentinas”.
Luego, después de más de medio siglo de subsidios de todo tipo, sólo el 20 por ciento de los componentes de los automóviles producidos en el país son locales. La integración de partes no sólo no aumentó, como se reclama desde tiempos anteriores a que la actual ministra de Industria, Débora Giorgi, sea secretaria de Industria del gobierno de Fernando de la Rúa, sino que disminuyó. Mientras tanto, el consumidor local paga por los productos terminados precios en moneda dura más altos que los que se pagan en los países de origen de las terminales. El carácter extranjero de propietarios que, a su vez, son firmas multinacionales, presupone a priori, y se experimentó en los hechos, que las decisiones sobre el ciclo productivo no están determinadas por el ciclo local, sino por el de los países de las matrices. Y como en el caso del presente, las decisiones también pueden tener objetivos políticos. La disputa no está todavía saldada, pero no resulta claro hasta dónde la caída interanual de producción en 110 mil automóviles en el primer semestre del año, de 460 mil en 2013 a 350 en 2014, fue inducida por las condiciones macro locales y el freno de Brasil.
Luego está la cuestión de las ventajas otorgadas por el Estado. El principal argumento económico para legitimar las transferencias sociales hacia los productores de manufacturas es el de la “industria naciente”. Se supone que cualquier nueva industria demanda un período de aprendizaje para ponerse a tono con las condiciones de productividad del mercado mundial. Dados los efectos beneficiosos que luego traerá una industria desarrollada, el aporte social se justifica. Pero si este es el argumento, el sector automotor ya es un señor mayor, que con más de seis décadas, se encamina a la tercera edad.
Para el caso de la industria electrónica de consumo de Tierra del Fuego, la otra gran generadora de déficit externo, el panorama de composición local es aún peor. En principio es cuanto menos extraño, en términos de sobrecostos, situar una producción a más 3000 kilómetros de los principales centros de consumo, pero puede justificarse como política de desarrollo regional, un debate extraindustrial. La promoción consiste principalmente en la eliminación de aranceles de importación para los insumos y de impuestos varios, principalmente IVA, más suba de impuestos “en el continente” para los productos armados en la isla. El resultado: un enclave netamente ensamblador en el que “la composición nacional” no va mucho más allá del packaging, sin desarrollos tecnológicos locales a la vista, y cuyo déficit externo fue en 2013 de 4500 millones de dólares. Para el Estado, en tanto, el costo de la promoción fue el último año de 14.000 millones de pesos.
El gran argumento a favor de estos sectores industriales, válido más para automotores que para electrónica, es que el déficit externo sería mucho mayor si no existiesen. Si por ejemplo un vehículo tiene sólo el 20 por ciento de componentes nacionales significa, a grandes rasgos y bajo el supuesto fuerte de igualdad de precios y ausencia de aranceles y fletes, un 20 por ciento menos de importaciones. Aunque el dato puede ser real, el consuelo es magro para una industria que podría llevar al límite la composición local. El argumento de defensa puede ser útil si se trata de enfrentar a quienes proponen que estas industrias sean privadas de cualquier tipo de protección pública o que simplemente desaparezcan. Aquí se sostiene la necesidad de su existencia y de un rol activo del Estado en el desarrollo de procesos sustitutivos y de integración. Lo que debe cambiar es el modelo de desarrollo industrial y las exigencias públicas a cambio de las transferencias sociales solventadas en última instancia por los consumidores.
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