ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
Quizá sea tarea de politólogos, pero la economía tiene mucho que decir. Brasil no padece restricción externa. Sus reservas internacionales suman 380.000 millones de dólares y los desbalances de cuenta corriente se compensan con entrada de capitales. Si se considera que su economía, la sexta del mundo, cuadruplica a la Argentina, sin meterse en los vericuetos de las paridades del poder adquisitivo, ello equivaldría a que el BCRA tenga reservas por casi 100.000 millones de dólares. Pero a pesar de este gigantesco margen para políticas activas, realmente heterodoxas, que impulsen la demanda, Brasil llegó a las últimas elecciones en recesión. Ni el Mundial 2014, vendido por su clase dirigente como expansivo, aportó al crecimiento, antes bien fue usado como explicación sui géneris de la recesión por los días no trabajados.
Los números, que siempre aburren, son en este caso deprimentes: en el trienio 2008-2010, el PIB se expandió algo más del 4 por ciento anual. En los tres años siguientes, 2011-2013, el avance se redujo a la mitad, a un magro 2,1 por ciento, siempre anual, lo que significa estancamiento cuando la medición se realiza per cápita. Ya en 2014, la economía acumuló dos trimestres seguidos de caída, es decir, entró en “recesión técnica” de acuerdo con los estándares internacionales. Según el IBGE la contracción fue del 0,6 por ciento en el primer trimestre y del 2,4 en el segundo. En la macroeconomía, el PT no pudo ser más conservador. Privilegió la búsqueda de superávit fiscal, con un fuerte ajuste en 2011, y el combate a la inflación por sobre el crecimiento. Incluso si se toma el ciclo largo del viento de cola de los precios de las commodities, Brasil creció por debajo del promedio regional y alrededor de la mitad que Argentina.
La merma del caudal de votos del PT, entonces, no respondió sólo al tradicional desgaste de tres períodos de gobierno, o al odio de las clases dominantes y parte de las capas medias urbanas plasmado con el asedio cotidiano de los principales multimedios, sino a una política económica timorata para las transformaciones y con el viejo estilo FMI: sobrevaluación cambiaria, tasas altísimas y metas de inflación; un paraíso tropical para los capitales financieros más calientes. A diferencia de lo que suelen escribir algunos intelectuales brasileños vinculados al PT, ni Lula ni Dilma encarnaron el espíritu del Che, ni el llamado “Milagro” fue tan milagroso. El país no se desindustrializó, pero su industria se estancó, con lo que las actividades primarias y vinculadas ganaron peso en el PIB, la consecuencia más concreta de los altos precios de las commodities. Frente a este panorama, el PT no tuvo nada parecido a un Plan de desarrollo que permitiera aprovechar de manera virtuosa los mayores ingresos de divisas del período, ingresos que la mano invisible del mercado plasmó en enfermedad holandesa.
Los logros sociales fueron lo único innegable, lo que no es poco, pero la disminución de la desigualdad se produjo en una economía muy desigual donde sólo la Bolsa Familia alcanzó para sacar de la indigencia a millones de personas. No se trata de negar las virtudes, sino de evitar sobrevalorarlas. Efectivamente, el coeficiente de Gini, el indicador más clásico para medir la desigualdad, pasó de 58,8 en 2003 a 52,7 en 2012. El avance es significativo, pero Brasil es todavía uno de los países más desiguales de la región y del mundo.
El logro más importante fue sin dudas el aumento constante del salario mínimo por encima de la inflación, situación que está por detrás del odio de los empleadores al PT, pero también de la significativa reducción de la pobreza. Siguiendo las cifras del Banco Mundial en 2003, 45,3 millones de brasileños, el 24,9 por ciento de la población, eran pobres, mientras que en 2012 la cifra se había reducido a 17,8 millones de personas o el 9 por ciento de la población. Estos números dieron lugar a los análisis sobre las nuevas clases medias, pero como describe el ex presidente del IPEA Marcio Pochmann en “O mito da grande classe média”, se trata de números que deben tomarse con pinzas, pues un brasileño considerado “nueva clase media” puede ser alguien con trabajo estable, acceso a bienes durables como una heladera o un celular, pero que sigue residiendo en una favela. El camino hacia mejores condiciones de vida se inició, pero la meta está todavía muy lejos.
Desde la Argentina, quienes compran la existencia de un PT “de izquierda” perciben como una desgracia regional una posible victoria opositora. Olvidan que Brasil siempre tuvo burocracias estables y hasta relativamente aisladas de los cambios de gobierno. Lo saben bien los negociadores privados argentinos del sector industrial que encuentran en Itamaraty a los mismos funcionarios desde hace décadas. Es un error pensar que un neoliberal como Aécio Neves significará una ruptura del Mercosur por la simple razón de que, más allá de las tradicionales protestas proteccionistas de algunas cámaras paulistas, la Unión Aduanera es funcional a los intereses de la burguesía brasileña. Finalmente, mal que pese, no son tantos los logros del Mercosur más allá de la reserva de mercado para algunas producciones de los socios mayores.
Los cambios con un neoliberal abierto en el gobierno vendrían por otro lado. En las elites brasileñas, y en particular en el PSDB de Fernando Henrique Cardoso, persiste la vieja creencia de que es posible el desarrollo capitalista dependiente, pero asociado. Los antecedentes vienen desde la época de Getulio Vargas, cuando en la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos necesitaba la proximidad de Natal con las costas africanas y aportó al desarrollo de la industria siderúrgica. También de la experiencia desarrollista del Frondizi local, Juscelino Kubitschek. Hoy son muchos los que consideran que sin el apoyo estadounidense no se va a ningún lado y, al igual que ciertas elites argentinas, se horrorizan con la proximidad con Venezuela, Rusia y China. Un triunfo de Neves marcaría un regreso a las relaciones carnales y un cambio del peso relativo de Estados Unidos en la región. Más difícil es esperar una revancha clasista, por la doble razón de que Brasil continúa siendo un país muy desigual y porque con una población que se acostumbró a consumos básicos es muy difícil dar marcha atrás sin generar inestabilidad social.
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