ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
No hay nada más predecible en economía que los efectos de una devaluación. Recortando en la economía local, no hay nada más predecible que una devaluación producto de la presión de una restricción externa. Lo que no es necesariamente predecible es cómo conducirá el proceso la política.
Normalmente, la clase empresaria, en particular la ligada directa o indirectamente a las exportaciones, ve con simpatía las devaluaciones. Sus ingresos se mantienen constantes en divisas y bajan sus costos, entre ellos los salarios. Para los trabajadores, la recomposición de ingresos es siempre a posteriori. El efecto inmediato de la devaluación, entonces, es primero la caída del consumo de las mayorías, con dos efectos: el mayor descontento de la población, que se ve compelida a restringir sus gastos, y la caída de la demanda agregada, proceso que da inicio al ciclo vicioso contractivo si no se contrarresta con otras variables. No existen las devaluaciones expansivas, una afirmación tan a contrasentido como hablar de ajustes expansivos. Devaluación es sinónimo de ajuste. La diferencia es la voluntad.
A los exportadores netos no les afecta la caída de la demanda interna, pues dependen de la externa. Para los productores de bienes no transables, los que dependen del mercado interno, el panorama se vuelve más lúgubre. Los ideólogos de las devaluaciones explican que la mejora cambiaria aumenta la competitividad de los productos nacionales y, en consecuencia, las ventas externas. Sin detenerse a analizar el carácter genuino de una mejora sólo cambiaria de la competitividad, el dato parece lógico, pero es desmentido por las estadísticas. No existe correlación entre mejora cambiaria y aumento de las exportaciones. Sólo aumentan las ganancias de los exportadores a expensas de los salarios.
El último shock devaluatorio ocurrió en enero. ¿Desde entonces los números confirman las deducciones de la teoría? Siguiendo un estudio reciente de la consultora W, especializada en consumo, a octubre de este año la proyección del PBI muestra una caída del 1,5 por ciento contra una suba del 3,0 registrada en 2013. Desde niveles previos elevados, el ajuste del consumo se produce siempre desde los bienes “más prescindibles” a los imprescindibles. Partiendo de los primeros, mientras la demanda de autos creció el 13,5 por ciento en 2013, para 2014 se espera una caída del 25 por ciento. En el caso de las motos, se pasará de una expansión del 9 por ciento a una baja del 30 por ciento y en electrodomésticos y tecnología, el salto será del 8,1 por ciento de crecimiento del año pasado a un negativo del 10 este año. Entre los consumos “prescindibles, pero no tanto” se encuentra la indumentaria. Las ventas en los shopping centers pueden ser un indicador indirecto. Aquí, siempre siguiendo los datos de la consultora que dirige el economista Guillermo Oliveto, se pasará de una suba del 3 por ciento en 2013 a otro 3, pero negativo, en 2014. Los productos imprescindibles, en cambio, muestran movimientos acordes con las variaciones del PBI. Es el caso de “alimentos, bebidas, cosmética y limpieza”, cuyo consumo había crecido el 2 por ciento el año pasado y en el presente se proyecta una contracción del 1,5 por ciento.
Los números parecen muchos, pero no lo son. Se trata de apenas tres niveles de caídas del consumo que afectan de manera diferencial a las distintas clases sociales y que, por lo tanto, tienen efectos políticos diferenciales. Lo que podía preverse a priori sobre una caída de los ingresos como consecuencia de la devaluación es el aumento de la conflictividad social. Los matices están dados por la intensidad de la baja de los ingresos y por el contexto político. Sobre el primer punto, 2014 trae un fenómeno nuevo: será el primer año de gobiernos kirchneristas con pérdida real del poder adquisitivo. Mientras los salarios registrarán aumentos promedio del 30 por ciento, los precios crecerán entre el 35 y el 38 por ciento. Por la baja prevista de tipos de consumos, el mayor descontento lo experimentarán los sectores medios, en particular los urbanos, los más susceptibles y azuzados por la prédica persistente de la prensa opositora, y, en menor medida, los sectores populares.
Sobre esta base de restricción de consumos podría establecerse como categoría de análisis que “una crisis” ocurre cuando el ajuste impacta significativamente en los consumos imprescindibles. Avanzando en los fantasmas agitados por parte del sindicalismo y la prensa hegemónica, puede agregarse que no existe base objetiva para los “disturbios de fin de año”. No hay nada parecido a un derrumbe del consumo de los sectores populares. Aquí es donde entra la dimensión política. La consultora W también realizó en septiembre una encuesta de “clima de época” que mostró que el 60 por ciento de la población se siente “esperanzada”. La razón bien puede ser una mezcla de memoria histórica junto a la percepción de que la actual administración trabaja para resolver los problemas del presente. Memoria histórica porque entre 2002 y 2013 el PBI creció el 95 por ciento, el consumo de autos el 885 por ciento, el de electrodomésticos y tecnología el 780 por ciento y el de alimentos, bebidas y limpieza el 72 por ciento. Dicho de otra manera, el descontento circunstancial de los sectores medios pesa menos que el temor de los sectores populares a perder lo conseguido. Más frente a una oposición cuya única propuesta evidente es la negación de todos los actos del Gobierno.
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