Dom 14.06.2015
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ENFOQUE

“Estamos bien, pero vamos mal”

› Por Claudio Scaletta

En algún momento de los años ’70 del siglo pasado, los Estados del capitalismo central comenzaron lo que, ya en los ’80, se consolidaría como el giro conservador. La historia es conocida, fueron los tiempos del ascenso del neoliberalismo y de destrucción progresiva de los Estados benefactores o “de bienestar”, aparatos que se consolidaron durante la segunda posguerra como la respuesta del capitalismo al por entonces temido “avance del comunismo”. Al margen de la praxis, que suele venir primero, el discurso conservador se unificó a fines de los ’80 con la síntesis del llamado Consenso de Washington, cuya prédica urbi et orbi fue la tríada apertura, desregulación y privatizaciones. Fue la era del triunfo planetario del capital financiero y sus brazos multilaterales, el Banco Mundial, la OMC y el Fondo Monetario Internacional.

Las crisis del sudeste asiático fueron la primera señal de que algo no estaba funcionando con la perfección prometida. El colapso de Argentina en 2001-2002 también fue otra señal poderosa. Pero en ambos casos los fenómenos ocurrían en la periferia. Recién a partir de 2008 la crisis comenzó a sentirse en los países centrales, primero en Estados Unidos y casi inmediatamente en Europa. La literatura tradicional asocia estas últimas turbulencias con sus efectos: burbujas financieras provocadas por la superabundancia de instrumentos fuera de control. La crisis estadounidense de 2008-2009, por ejemplo, pasaría a la historia como la “de las hipotecas subprime”, apenas un abuso de los hasta entonces ensalzados procesos de securitización de títulos de cualquier cosa, desde hipotecas basura a seguros médicos sobre enfermedades terminales. Explicaciones similares se aplicaron para las recesiones europeas aunque allí se enfatizó el carácter dispendioso, basado en sobreendeudamiento, de su periferia. Lo común en todos los casos fue que en vez de buscar el probable carácter estructural de estas crisis, se optó por el camino más tranquilizador de pensar que lo que fallaba era el contexto, las instituciones o la probidad moral de los actores.

El pensamiento económico acompañó de cerca las transformaciones. En “los años dorados” de la segunda posguerra, la hegemonía fue la de un keynesianismo que sinceró el rol del Estado, tanto regulando los ciclos e impulsando el desarrollo, como en tareas que todavía se aceptaban específicas, como la seguridad social, la salud y la educación. Estaba cerca la experiencia de las “economías de guerra” en las que se había descubierto la capacidad del Estado para movilizar recursos e ir más allá de la presunta “frontera de posibilidades de producción”. El fin de los Estados benefactores llegaría recién luego de tres décadas de auge del modelo de posguerra y se correspondería con el ascenso del monetarismo. La explicación unánime de los manuales universitarios en el último cuarto del siglo XX era que, a partir de los ’70, las enseñanzas de Keynes comenzaron a mostrarse impotentes para controlar la persistencia de la inflación, la que se presentaba incluso en períodos de estancamiento. La explicación del monetarismo emergente en su versión más primitiva sostenía que la inflación era causada por el exceso de dinero, el que a su vez se originaba en los déficit fiscales, es decir; en el gasto “excesivo” del sector público. Con ello se dio el paso teórico para justificar el salto de los Estados benefactores a Estados mínimos. El monetarismo representa así la génesis de los programas de “ajuste estructural”. Pero aunque los objetivos parecían económicos, una presunta necesidad de estabilizar las variables, eran claramente políticos.

Una vez que se percibió que el comunismo dejaba de ser una amenaza, las burguesías decidieron que no había necesidad de sostener Estados grandes y caros, lo que para ellas significaban más impuestos. Tampoco eran necesarias clases trabajadoras muy satisfechas, con mercados de trabajo cercanos al pleno empleo, pues ello significaba mayor conflictividad y mayores costos laborales. La caída del Muro, en 1989, desató la tendencia. El resultado fueron las crisis de fin de siglo. Pero si en los ’70 se argumentaba que el gran problema era la inflación, en el presente el gran intríngulis teórico y fuente de malestar social es el estancamiento económico.

Frente al fracaso de sus teorías, las corrientes ortodoxas y los organismos multilaterales dejaron de hablar de economía para concentrarse en cuestiones secundarias, como las instituciones, “la república” o la corrupción. Así, las reformas estructurales de los ’90 no fracasaron por sus limitaciones teóricas y políticas, sino porque se aplicaron mal. De lo que se trata, entonces, es sencillamente de aplicarlas bien.

El segundo problema de la ortodoxia es que sus microfundamentos le impiden explicar y comprender el éxito del programa heterodoxo. Desde hace casi doce años asegura que “estamos bien, pero vamos mal”, que bailamos en la cubierta del Titanic y que sólo es necesario esperar que el barco finalmente se hunda. Pero nunca ocurre. El aumento del gasto se empeña en no generar déficit inmanejables que finalizan en shocks inflacionarios. Año a año, la profecía se retrasa. El último vaticinio es que el problema será del próximo gobierno, al que no le quedará otra opción que “terminar con la fiesta” e impulsar un ajuste contra los salarios. Es necesario decirlo taxativamente: la inflación carece de importancia en tanto no afecte la capacidad de compra. Al trabajador le interesa tener empleo y el poder adquisitivo de su salario, no los precios nominales. El gasto público no sólo no desplaza al privado, sino que inyecta crédito privado. Es más, fue la deuda pública la que dio origen histórico a los sistemas financieros nacionales. La inversión, en todo el planeta, es inducida por el gasto autónomo, porque el pleno empleo de los factores no existe. Pero además, el crecimiento de la demanda impulsa la productividad. Como decía el propio Adam Smith, la sola ampliación del mercado profundiza la división del trabajo.

La única restricción presupuestaria de una economía como la argentina es en divisas. Los déficit en moneda local carecen de la relevancia que le asigna la ortodoxia por la más sencilla de las razones: nunca en la historia del mundo ningún Estado quebró por deudas en su propia moneda. La economía de un Estado no es como la de una familia porque es su propio prestamista de última instancia. La economía tradicional no explica nada, solo se entretiene hablando de un mundo que no existe.

Aunque en una primera lectura parezca una afirmación parroquial, en el debate de los fundamentos macroeconómicos, no necesariamente en el número de la pobreza, la realidad Argentina se encuentra por delante de los países centrales. Mientras en los primeros el mainstream no se discute, en la plaza local el debate heterodoxia-ortodoxia está presente en el antagonismo Gobierno-oposición. El mentado “cambio” opositor no es otra cosa que el regreso a un pasado que, en el mundo, ya no funciona.

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