Dom 06.12.2015
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ENFOQUE

Clichés laborales

› Por Claudio Scaletta

Podría suponerse que el nuevo ministro de Trabajo, Jorge Triaca (h), llegó al cargo que asumirá en pocos días por portación de apellido, pues no se le conocen muchas más relaciones con el mundo del trabajo, público y privado, que sus ancestros en el Sindicato del Plástico, amén de su temprana diputación PRO. Incluso podría utilizarse esta relación para atacarlo, lo que sería un proceder profundamente inapropiado e intelectualmente deshonesto. Más allá de la genética y las influencias conjeturales, nadie es su padre. Lo que sí es el nuevo funcionario es egresado de una carrera de economía de una universidad privada. Por esta sola razón nadie debió sorprenderse de que sus primeras declaraciones públicas hayan reproducido el más común de los lugares comunes del mainstream económico en materia de trabajo: “Los ajustes salariales deben ser por productividad”, expresó.

Tanto los economistas clásicos como los neoclásicos insistieron en tratar al trabajo como una mercancía. Los clásicos conservaron la idea de que al menos era una mercancía muy especial, como decía Karl Marx, una mercancía que al consumirse genera valor, lo que develaba la magia de la plusvalía. Los neoclásicos, más asépticos, se desentendieron de las especialidades y, como en todo su aparato analítico, se contentaron con la idea del mercado de trabajo como cualquier otro mercado; pura oferta y demanda.

Pero el problema, como siempre, llegó al momento de valuar, de poner un precio, a una mercancía tan heterogénea como el trabajo humano. ¿El nivel del salario depende sólo de la oferta y la demanda? Es aquí donde ingresan dos conceptos. El primero, de origen clásico, es que el precio del trabajo, como el de cualquier otra mercancía, depende de su costo de reproducción. Puesto que se trata de trabajo humano, este costo es el de la reproducción de la vida: las necesidades básicas; el costo de cubrir alimentos, vivienda, vestido, más un factor cultural, que depende de cada época y lugar. De las necesidades básicas surgió la idea del “precio natural del trabajo”. Se presupone que un salario mínimo está determinado por su precio natural, de ahí para arriba entra la productividad. Se supone, por ejemplo, que la educación potencia la productividad.

Inicialmente la productividad del trabajo puede definirse como la relación entre tiempo de trabajo y cantidad de producto, sea un bien o un servicio, que ese trabajo genera. La relación está mediada por la tecnología empleada, o en términos clásicos, por la concentración orgánica del capital. Si el mismo tiempo de trabajo genera más producto, entonces el trabajo es más productivo. La productividad puede aumentar porque se mejora la organización y/o la tecnología o simplemente porque los trabajadores ponen más empeño en sus tareas o están más entrenados o más educados para realizarla. Así la productividad pasa a depender de una pluralidad de factores como la educación, la tecnología de la empresa o rama y las responsabilidades asumidas (salarios de supervisión y dirección). A ello puede sumársele un poco de confusión si se dice que en realidad no es el salario el que depende de la productividad, sino que la productividad depende del salario. Es probable que un trabajador mal remunerado no sienta mayor propensión a sumar esfuerzo a sus tareas, por ello surgió el concepto de “salario de eficiencia”, aquel que mantiene estimulados y productivos a los trabajadores.

De esta corta aproximación a un tema sobre el que existen bibliotecas surge que la relación entre salarios y productividad es casi de sentido común, pero ¿es la productividad lo que determina el nivel de salarios? Más concretamente: ¿puede depender de ella la puja salarial?

Para responder la pregunta no se necesita teoría. Imagínese una situación de recomposición salarial en una empresa cualquiera, por ejemplo una terminal automotriz. Supóngase, para despejar, que la inflación no existe. Los trabajadores piden aumentos y la empresa contesta que aumentará por productividad. La empresa produjo 1000 autos el año pasado y 1200 en el presente. Si la cantidad de trabajadores permaneció invariable, la productividad creció el 20 por ciento. La empresa aumenta entonces el 20 por ciento los salarios. El resultado evidente es que el porcentaje del ingreso total que se reparte entre capital y trabajo permanece constante. Dicho de otra manera, la distribución del ingreso de la que se parte permanece invariable. Primera conclusión: si los salarios se ajustan por productividad se congela la distribución del ingreso.

Luego, como siempre, está la realidad. En la disputa capital-trabajo el nivel de salarios y la distribución del ingreso son el resultado de las relaciones de poder real. Una economía en crecimiento, por ejemplo, significa baja del desempleo, lo que empodera a los trabajadores y sus organizaciones y les permite avanzar en la distribución del ingreso, es decir; “conseguir aumentos de salarios por encima de la productividad”. Por la misma razón una economía que se frena también detiene el avance en la distribución del ingreso. Por ello, el pleno empleo no es un objetivo de los empresarios como clase y si de los trabajadores. Dicho sea de paso, para los empleadores los aumentos de salarios son aumentos de costos, los que se trasladan a precios. La consecuencia directa es que en los períodos de crecimiento se experimentan tasas de inflación más elevadas y viceversa.

Pero los actores no son dos, sino tres. Aunque las paritarias son entre privados, el Estado media, da contexto y contenido, amén de legislar y hacer cumplir normativas. Por eso el Estado no es neutral y las declaraciones del orondo nuevo ministro son preocupantes en varias dimensiones. Presuponiendo que no hay desconocimiento de los procesos básicos de la formación del precio del salario, sino ideología, afirmar que los salarios quedarán atados a la productividad significa anunciar el congelamiento de la distribución progresiva del ingreso. Luego, sin haber asumido todavía, Triaca ya desempolvó expresiones que fueron desterradas del ámbito laboral en la última década, como la necesidad de “sacrificios” y de “esfuerzos compartidos”. Otra vez el presente sacrificial a la espera del derrame en un futuro que nunca llega. Lo que sucederá será distinto, el shock devaluatorio que se encuentra en gateras reducirá los salarios reales y, con ello, la demanda agregada y el nivel de actividad. 2016 será un año inevitablemente recesivo, lo que reducirá el poder de negociación de los sindicatos. En un cálculo optimista el Estudio Bein estimó una caída del PIB del 2 por ciento. La principal preocupación de los trabajadores será entonces defensiva antes que reivindicativa: conservar el empleo, lo que permitirá convalidar la regresión en la distribución del ingreso, es decir; la recuperación de la rentabilidad empresaria. Con la voluntad política sola no alcanzaría para inducir semejante cambio de paradigma, hará falta también una recesión. La creencia del nuevo equipo económico, del que Trabajo será una pata, es que esta mayor rentabilidad empresaria permitirá volver a crecer a partir de 2017.

Por último queda el detalle de los números: no existe información estadística agregada que relacione históricamente aumentos de productividad con aumentos de salarios. Es más, la evidencia empírica muestra lo contrario: se llama capitalismo.

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