ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
El valor del dólar es una variable distributiva porque de él dependen los precios de (casi) todas las cosas. Empezando por buena parte de los componentes de la canasta básica, los alimentos, pero también de todas las canastas de consumo, los servicios, buena parte de los insumos industriales, muchos bienes de capital y la energía. Por esta composición cualquier devaluación es inflacionaria y, por extensión, recesiva.
Si el precio del dólar aumenta inmediatamente lo hacen todos los productos con componentes importados y todos los exportables, desde la harina a las carnes, dato fuertemente percibido por los consumidores en las últimas semanas. Existen mecanismos económicos para morigerar estos traslados a precios, el más conocido son las retenciones a las exportaciones, las que adicionalmente permiten que el fisco capture parte de los beneficios de una devaluación. Otro mecanismo son los subsidios. Pero la nueva administración anunció que las retenciones serían eliminadas para todos los productos agropecuarios, salvo para el único que no tiene incidencia en el consumo interno: la soja. También anunció que eliminaría más o menos rápidamente los subsidios. En suma, las expectativas que se generaron no fueron sólo de devaluación, sino de una devaluación sin barreras de contención.
Durante la campaña electoral, sin embargo, los economistas de la Alianza PRO se mostraron confiados en que un fuerte shock devaluatorio, el “sinceramiento” prometido, podría tener un bajo traslado a precios. Las argumentaciones fueron exóticas, desde que los traslados ya se habían producido, al renacer de la confianza generada por el nuevo gobierno. Los hechos transcurridos entre el 23 de noviembre y el 10 de diciembre fueron un baño de realidad: los aumentos comenzaron frente a la sola expectativa de un dólar más alto, lo que demostró la limitación de las explicaciones.
El primer resultado de las fuertes remarcaciones fue inesperado: calmar el animal spirit liberalizador de la troupe de economistas ortodoxos de la nueva Alianza gobernante. El ecuatoriano Jaime Durán Barba fue el primero en advertir las consecuencias de un shock inicial destacando lo presuntamente evidente: en una reunión de la Fundación Pensar alertó que “el que ajusta al principio no se saca la etiqueta de hijo de puta de la frente”.
Como lo grafica su éxito electoral, el macrismo demostró ser una fuerza muy organizada y con una conducción centralizada, casi el espejo virtuoso del comportamiento del FpV durante la última campaña, lo que se tradujo en el acatamiento de sus economistas a la señal del máximo gurú. La palabra shock desapareció del discurso junto con la súper devaluación instantánea implícita en el inmediato levantamiento de las restricciones cambiarias. Según detalló el nuevo ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat Gay, el llamado “cepo” sólo se levantará cuando “estén dadas las condiciones”, es decir cuando se consigan reforzar las Reservas del BCRA mediante créditos internacionales, extensión del swap con China, liquidación de divisas de exportadores de granos y nuevos incentivos para el blanqueo de capitales. Se trata exactamente de la misma sumatoria de medidas de las que habló, por ejemplo, Miguel Bein, el principal asesor económico de Daniel Scioli. Una retracción similar se produjo respecto del tema tarifas. Ya no se habla de una eliminación indiscriminada de subsidios sino, otra vez, de un ajuste más equilibrado tratando de evitar el impacto sobre los sectores de menores recursos. Algo parecido a lo que señalaban los economistas del sciolismo.
Estos reacomodamientos en el discurso ya casi de estilo no quieren decir que, efectivamente, la Alianza PRO no planee provocar una fuerte devaluación, con un dólar en torno a los 15 pesos, sino solamente que intentará evitar el shock, pero sobre todo, que entendió el riesgo de una eventual espiralización inflacionaria y el consecuente etiquetado en la frente.
Volviendo al carácter “distributivo” del precio del dólar, un dólar barato induce una distribución que favorece a los asalariados. Que los trabajadores consuman más es bueno para la economía, porque aumenta la demanda. Si la demanda crece, también lo hace el Producto. El problema es que cada punto de crecimiento del PIB demanda una masa determinada de dólares para financiar la importación asociada de insumos y bienes. Si no hay sustitución de importaciones o aumento de las exportaciones aparece la escasez relativa de dólares, lo que presiona al alza su precio. Mantener un dólar barato supone tener respaldo para la cotización: no hay continuidad en la redistribución progresiva del ingreso sin desarrollo.
Luego está la economía política, las clases sociales que se benefician o perjudican con los distintos niveles de la cotización del dólar. Un dólar barato equivale a salarios altos, más aun en un contexto de bajo desempleo. Subir el dólar significa bajar salarios. Efectivamente los exportadores ganan más cuando hay una devaluación, pero no porque vendan más, sino porque bajan sus costos. No existe información estadística que relacione mejora del tipo de cambio con aumento de las cantidades exportadas. En consecuencia, la devaluación no resuelve los problemas de balanza de pagos ni de provisión de divisas para crecer. Sólo frena las importaciones, pero no por su encarecimiento, sino porque la demanda interna se contrae debido a la caída del salario real.
Devaluar sin reservas suficientes puede provocar una disparada de precios que la neutralice dando lugar a nuevas devaluaciones. Tener reservas suficientes significa en cambio que el Banco Central puede sostener la cotización que decida “políticamente”. Es en el nivel de esta cotización donde reside la principal diferencia entre las visiones del gobierno saliente y el entrante.
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