ENFOQUE
› Por Claudio Scaletta
En poco más de ocho meses la administración económica de la Alianza PRO sumergió al aparato productivo en una recesión sin precedentes para un plazo tan acotado. Lo hizo además en un contexto de muy alta inflación y con una caída de la inversión y el poder adquisitivo del salario en torno al 10 por ciento en ambos casos.
Una explicación sostiene que a pesar de contar entre sus filas con un ejército de economistas referenciados como “serios” y de pertenecer a un grupo social que ya gobernó en el pasado, el nuevo gobierno no comprendería el comportamiento de las principales variables macroeconómicas. Según esta perspectiva, los problemas no serían de mala praxis, sino de plantarse en una visión equivocada sobre el funcionamiento de la economía, la que sostiene que mejorar la rentabilidad del capital, aumenta la inversión y luego la producción y el empleo.
El primer problema de esta visión, que formaba parte de las predicciones, fue que generar las nuevas condiciones de rentabilidad disparó la inflación y desplomó el consumo y la actividad; es decir; deterioró las condiciones de vida de los asalariados. El segundo problema sería imprevisto: las penurias durarán mucho más que el tiempo que la sociedad estaba dispuesta a conceder a la administración entrante. Son muchos los actores, no sólo trabajadores, sino también empresarios e inversores, que ven con preocupación la insustentabilidad política abierta por la persistencia y profundidad del ajuste. Desde el oficialismo, mientras tanto, insisten en tener paciencia ya que al final del túnel la economía se pondrá nuevamente en marcha, pero ahora, sincerada sobre bases sólidas.
Esta visión tendría como sustrato ideológico que el Estado sólo se ocupa de generar las condiciones de rentabilidad, pero que no regula la microeconomía de las firmas o de los sectores. En esta línea pueden leerse los dichos del ministro de Agroindustria cuando, dada la escasez de manteca atribuida a la mayor producción de quesos, un destino coyunturalmente más rentable para el mismo insumo, afirmó que era un problema en el que el sector público no podía meterse.
Estas afirmaciones pueden conducir a la idea equivocada de que se está frente a una administración que dejó todo librado a la mano invisible del mercado y ocultar así la existencia de un Estado ultra activo y con objetivos muy claros, realidad que surge de la sumatoria de políticas implementadas que ya provocaron un cambio de régimen económico-social de largo plazo.
El primer dato es el megaendeudamiento estatal, que ya está cerca de un impresionante adicional de 32.000 millones de dólares con un incremento en la deuda pública del 14 por ciento. El dato crítico es que los nuevos pasivos no se adquirieron para mejorar de la infraestructura pública ni para la reconversión del aparato productivo. Además ya se anunció el regreso de las misiones del FMI. Más temprano que tarde los pagos externos comenzarán a pesar en el presupuesto y habilitaran el regreso de la lógica de las asistencias financieras de los organismos atadas a condicionamiento de políticas. Desde el gobierno y sus usinas ideológicas ya comenzaron a tocar en esta frecuencia bajo los eufemismos de productividad laboral, reforma impositiva y mejora en las condiciones de financiamiento. Es la música del poder financiero.
El segundo dato es el incremento de tarifas, “la 125 de Macri”. Frente a la fuerte resistencia popular el gobierno intentó decir que se trató de un error por falta de experiencia, cuando en realidad fue una meditada y reconocida decisión presidencial. El imprevisto que el oficialismo no esperaba fue la acción de lo que queda de la división de poderes. Algunos jueces, rápidamente tildados por los republicanos como enemigos K –el propio titular del Ejecutivo acusó a “Justicia Legítima”– aceptaron demandas colectivas y pausaron el tarifazo. La estrategia subsiguiente fue cargar las tintas sobre el ministro del área y una aparente marcha atrás: para los consumidores los pagos ya no se multiplicarían por dos dígitos, sino “sólo” por 5 y 6 veces. Aunque se espera una resolución de la Corte Suprema, el dato duro quedó inamovible y nadie parece discutirlo: la duplicación del precio pagado por el gas en boca de pozo, una transferencia a las petroleras que podría alcanzar los 3000 millones de dólares anuales. Una segunda anomalía, al menos para el discurso, es que a pesar de la gigantesca transferencia de rentabilidad, los números sectoriales no son de repunte de la inversión, sino de caída de la producción energética, lo que significa otro problema de sustentabilidad de largo plazo.
El tercer dato fue la decisión activa de favorecer a la CABA, a la provincia de Buenos Aires y a unas pocas provincias aliadas en la distribución de fondos nacionales. Para las provincias que quedaron afuera, la mayoría, ello significó una caída de la Coparticipación Federal de Impuestos más que proporcional a la caída de la recaudación cuyo resultado fue una nueva escasez presupuestaria.
Las variaciones inesperadas a pesar de la hiperactividad del Estado cambiaron el clima social, algo que un Estado ultra activo no podía dejar de advertir. Luego de haber gastado parte de su capital político y varios de sus cartuchos económicos, la administración de Cambiemos echó mano una vez más a la pesada herencia. Si el desendeudamiento fue lo que le permitió tomar nueva deuda por decenas de miles de millones de dólares, la recomposición de los fondos del sistema previsional, la famosa “plata de los jubilados”, fue lo que le permitió esta semana recomponer el frente interno por la doble vía de mayores adelantos a las provincias y las transferencia de recursos financieros a las obras sociales sindicales. El balance preliminar es que los problemas más graves recién comienzan, pero que la Alianza PRO no se quedará quieta y expectante.
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