Dom 23.10.2016
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ENFOQUE

Con la empatía no alcanza

› Por Claudio Scaletta

El actual gobierno es un gobierno de clase. Nunca como en el presente fue tan transparente la definición marxista del Estado entendido como el aparato de dominación de una clase social. La novedad respecto de otros momentos históricos, según lo detallan trabajos académicos recientes como el del “Observatorio de las Elites” de la Universidad Nacional de San Martín, es que la conducción del Poder Ejecutivo se realiza prácticamente sin la mediación de la clase política tradicional.

Quienes hasta ayer conducían en la vida privada áreas principales de la actividad económica pasaron hoy a regularla desde el Estado; es el gobierno de los CEO. Pero no de cualquier alta gerencia, sino de la proveniente de firmas mayoritariamente multinacionales. Este carácter transnacional no fue una elección, sino apenas el reflejo de las grandes empresas que conducen el capitalismo local y que claramente no desean una transformación de la estructura productiva.

Pero la nueva realidad presenta un problema grave; el interés del poder económico concentrado no es convergente con los intereses reales de las mayorías, esquema que pulveriza una lógica básica del equilibrio de poderes en las democracias avanzadas si exceptúa Estados Unidos. El capitalismo es un sistema desigual que, librado a sus propias leyes, profundiza la desigualdad. No es un juicio ético, sino un resultado fáctico legitimado por una ideología que exalta la inequidad y la codicia. Frente a ello se supone que el rol de la política es actuar como “colchón” en un sentido bastante elemental: el voto universal es la posibilidad que tienen las mayorías de construir un poder político que, en su representación, contrarreste al poder económico en la búsqueda del interés común. La anomalía del presente es que el voto mayoritario consagró un gobierno que rompió este equilibrio.

El resultado económico no se hizo esperar: aumentó la rentabilidad empresaria en detrimento del salario. Este cambio acelerado en la distribución funcional del ingreso no guarda relación alguna con situaciones heredadas, pues no se redistribuyen stocks, sino flujos. Poco importa si ese flujo, el valor agregado, es una masa mayor o menor: el dato es que después de 10 meses de gobierno de Cambiemos los empresarios se quedan con una porción mayor de valor. A fin de años esa masa se reducirá entre el 2 y el 3 por ciento, pero el ingreso de los trabajadores caerá alrededor del 10. Es una falacia cuantitativa decir que la economía está mal, que cae para todos cuando solamente se contrae la parte de los trabajadores.

El carácter transnacional del grueso de las empresas de las que provienen los CEO explica también las políticas de endeudamiento que proveen dólares a los que luego se les facilitan las condiciones institucionales para la fuga. “La grieta”, que es la lucha de clases, se encuentra más tensionada que nunca. El escenario de mediano plazo está lejos de estar asegurado; una de las principales dudas que genera la anomalía.

A partir de este punto comienzan las confusiones entre teoría y creencias. Aunque abunden los relatos periodísticos que exaltan los presuntos desencuentros ente el titular del Ejecutivo y sus colegas empresarios, la realidad es que “los empresarios” son la única clase local con conciencia de clase. La comunión con el Ejecutivo es total y a Macri se lo identifica como propio. El reproche por las culpas de la inflación fue pour la galerie, en tanto, a diferencia de lo que creía Ricardo López Murphy, partidario de la deflación salarial, no existe mejor herramienta para la distribución regresiva que la inflación creciendo por encima de las paritarias.

Las diferencias realmente existentes son con la inversión. Desde el macrismo advierten la urgencia de revertir el creciente malestar popular con la situación económica si se pretende ganar las elecciones intermedias de 2017 y pensar en la continuidad del régimen. Pero la realidad comienza a erosionar los valores de los dirigentes. La creencia inicial era que así como los excedentes de los trabajadores suelen ir casi en su totalidad a consumo, las mayores ganancias empresarias empujarían la inversión.

Sin embargo, las mejoras amistosas con “los mercados” en materia de costos salariales e impuestos, el supuesto cambio de “clima de negocios”, no trajeron los beneficios macroeconómicos esperados. De acuerdo a los datos oficiales del Indec, la IIBF (Inversión Interna Bruta Fija) se desplomó el 4,2 por ciento en el primer trimestre del año y un estimado de 4,9 en el segundo.

Los números conducen a dos cuestiones. La primera es fáctica y unívoca: en todas las economías del planeta existe una relación directa entre inversión y crecimiento y Argentina necesita elevar la tasa de inversión si quiere crecer para aumentar el PIB per cápita. La segunda es teórica y no resuelta: ¿cuáles son las causas de la inversión? El mainstream económico, del que Cambiemos es expresión cabal, sigue sosteniendo, aun contra las evidencias, que basta con mejorar la rentabilidad empresaria y la “seguridad jurídica”. La visión heterodoxa, en cambio, cree que la inversión es una función del resto de los componentes de la Demanda Agregada, de la que, a su vez, el Consumo Privado representa los dos tercios. La fórmula, en consecuencia, no es inversión o consumo, sino inversión y consumo.

El hijo de Franco Macri parece reprocharles en serio a sus colegas la falta de “voluntad inversora”. Les reclama conciencia y les advierte que el régimen está en peligro si no se gana en 2017. Para ello la economía debe crecer, pero antes tienen que invertir. Tras escuchar que son lo más grande que hay, los mejores de la sociedad y, en consecuencia, tienen una responsabilidad mayor, los empresarios responden que para enterrar activos necesitan primero la certeza sobre la continuidad más allá de 2017.

Mientras tanto, las mayores ganancias quedan a buen resguardo gracias a las tasas que fija el BCRA. Es la fábula del huevo y la gallina que desespera al diputado Federico Pinedo, quien días atrás soltó que los empresarios no invierten porque “se hacen los langas”. Frente a tantos devaneos vale recordar una vez más lo que decía Adam. Smith: la inversión no depende de las benevolencia de los empresarios, sino de las posibilidades ciertas de beneficios, lo que generalmente ocurre, decía J. M. Keynes, cuando se espera que exista demanda de largo plazo para los productos. Dicho de otra manera: decididamente los hombres de negocios no invierten si en sus plantas existe capacidad instalada ociosa o se acumulan stocks. Por eso, continuaba Smith, no hay que dirigirse “a su humanidad sino a su propio interés”, no hay que hablarles “de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”. Y la mejor manera de hacerlo es con demanda pujante, la que, como demostró Henry Ford, requiere poner plata en los bolsillos de los trabajadores. Aunque más no sea para ganar las elecciones.

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