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Sólo en la última semana la AFIP ajustó hacia arriba por un total de 75 millones de pesos declaraciones impositivas que consideró mal presentadas por un puñado de muy grandes contribuyentes. A una empresa de telefonía celular le correspondió una corrección de 37 millones, otros 17 millones a dos petroleras, 6 millones a una constructora, más 20 millones repartidos en cinco firmas con sede en el interior del país. La conjunción de cierta mejora en la eficacia recaudatoria –que se ilustra con los casos señalados y que por ejemplo se refleja en una disminución del 35 al 25 por ciento en la evasión estimada en el IVA–, el aporte extraordinario de las retenciones sobre productos de elevada cotización internacional y gran volumen exportado, y por supuesto el determinante impulso de tres años seguidos de muy alto crecimiento económico, viene generando una seguidilla de records en la recaudación, que combinados con niveles de gasto que han subido mucho menos configura una situación de inédita y extraordinaria holgura fiscal.
Pese a eso, o tal vez por eso mismo, el Gobierno sigue postergando lo que en épocas de campaña presidencial fue una promesa de reforma tributaria, y que en la actualidad es una medida imprescindible para que la expansión se traduzca en bienestar mejor repartido.
Cuando lleva bastante menos que la mitad del tiempo de ejercicio de mando que Néstor Kirchner, el uruguayo Tabaré Vázquez acaba de presentar el proyecto de reforma tributaria que su ministro de Economía Danilo Astori calificó como una de “las más importantes medidas de gobierno”. Lejos de los cambios extremos, el anuncio apunta a dotar a la estructura tributaria de mayor simplicidad, más eficacia y un mayor grado de equidad. “Tenemos que conformar una nueva cultura tributaria basada en el principio de solidaridad, donde cada uruguayo sea consciente de que tiene un volumen de ingresos en función del cual tiene que contribuir al esfuerzo social y colectivo”, señaló Astori. El rasgo de justicia social lo pretende lograr a través de la creación de un impuesto a la renta empresarial, otro a la renta de las personas de más altos ingresos, y en tercer lugar mediante la disminución de 5 puntos en impuestos que gravan al consumo, que incluye la rebaja de 2 puntos en el IVA (el vecino oriental tiene ahora una de las alícuotas de IVA más altas del mundo).
La iniciativa no ha estado exenta de críticas por derecha y por izquierda, pero está fuera de discusión su sesgo progresivo. Cálculos oficiales señalan que por el reemplazo del viejo impuesto a las retribuciones personales por el propuesto gravamen a la renta de las personas, más del 90 por ciento de los trabajadores registrados pagaría menos que ahora, y tres cuartas partes quedaría directamente exento por no llegar a un umbral mínimo imponible. A eso se agregaría, obviamente, la mejora derivada del recorte de impuestos al consumo que para el ministro “equivalen a un aumento salarial”.
Observando el panorama desde este lado del río y dejando de lado discusiones técnicas de relevancia doméstica, el primer trazo grueso que sobresale es la decisión política de encarar lo que aquí el Gobierno no quiere o no se atreve a hacer. El contrapunto con el IVA es el más notorio. Roberto Lavagna sigue justificando su oposición a rebajarlo, con el argumento de que no puede garantizar que la resignación de algunos puntos se traduzca en efectivas caídas de precios finales que eleven el poder adquisitivo del consumidor y no sea un sacrificio fiscal apropiado antes de llegar al mostrador o a la góndola. Si la confesión es sincera, está revelando un grado de impotencia y desconfianza inquietante: ¿si el Gobierno no puede garantizar algo tan elemental, por qué habría de entusiasmar con un futuro que requiere de desafíos mucho más trascendentales, intrincados y conflictivos? Y si el argumento de Lavagna fuera una mera excusa, reforzaría la percepción de que la redistribución continúa sin figurar entre las prioridades conducentes, más allá de lo que declamen los discursos.
Lo que está cada vez más claro es que en la coyuntura la prioridad macroeconómica es el control de la inflación. En ese sentido está dirigida la supresión de reintegros a la exportación de productos de la canasta básica, que equivale a una retención o a un recorte en el tipo de cambio específico. Y lo mismo vale con la recomendación (en realidad una orden que cuida la formalidad de la independencia) para que el Banco Central quite liquidez de la economía.
También podría servir a ese mismo fin una rebaja del IVA. Pero en este tema, al menos, está visto que Kirchner no es Tabaré.
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