CONTADO
› Por Marcelo Zlotogwiazda
Si se usa un destornillador indebidamente, es muy probable que se rompa. En tal caso, reponerlo es fácil. Se precisa nada más que un poco de dinero. Cuando se arruina ese tipo de herramientas suele ocurrir eso. Se tira la inservible y se la reemplaza con una nueva. Pero hay otro tipo de herramientas mucho más difíciles de sustituir. Es una clase de instrumentos que para mantener eficacia requieren de una cuota de credibilidad. Se trata de herramientas que así como adquieren también pueden perder prestigio, y si esto último sucede no lo recuperan así nomás. No se trata de artefactos disponibles en ferreterías o que se exhiben en las góndolas de un supermercado. El control de precios es una de esas herramientas, y la manera en la que está haciendo mal uso y abuso de ella el Gobierno no sólo conspira contra su eficacia, sino además la desprestigia y por ende reduce el margen para su utilización futura.
Por supuesto que lo que se conoce como política de ingresos, en su doble faz de precios y salarios, es esencial para cualquier política económica, por la simple razón de que son el conjunto de señales clave para la toma de decisiones de producción, y por otra parte constituyen determinantes básicos de cómo se distribuye esa producción entre sus diferentes factores. Salvo los fundamentalistas del libremercado, la mayoría sensata considera natural que en determinadas circunstancias el Gobierno intervenga para incidir en el nivel de precios y salarios. Y la verdad es que un año atrás las condiciones macro encendieron algunas luces tenuemente amarillas que aconsejaban mayor injerencia y control de la inflación. Después de un 2003 de fuerte crecimiento con muy baja inflación (8,8 y 3,7 por ciento, respectivamente), siguió un 2004 de igual expansión productiva y con un moderadísimo 6,1 por ciento de incremento en el índice de precios al consumidor, pero el 2005 repitió por tercera vez un salto extraordinario del PIB aunque ya con una inflación que había vuelto a duplicarse y estaba en dos dígitos (12,3 por ciento) y ascendente. Si además se tenía en cuenta que muchos precios de elevada ponderación en la canasta, como tarifas de servicios públicos y combustibles, se encontraban congelados, el contexto daba como para preocuparse en evitar desbordes en los restantes precios. Más aún si se advertía que las perspectivas para el año que hoy concluye seguían siendo de sostenida demanda interna y externa, y que las cotizaciones de muchos productos de exportación continuaban elevadas y empujando hacia arriba los precios locales.
Aun en el marco de suma prudencia fiscal y monetaria que fueron características de la macro kirchnerista con Roberto Lavagna y continuaron invariables con Felisa Miceli, resultó más que oportuna la mayor intervención en mercados puntuales, mediante el impulso de acuerdos con diversos sectores o incluso con métodos más expeditivos en algunos casos puntuales. En esto fue clave el protagonismo de Guillermo Moreno, al margen de la debida polémica sobre su peculiar estilo de presión y negociación, dos ejercicios que con inteligencia deberían entenderse inescindibles.
Pero con el correr del año la intervención oficial en precios fue cometiendo errores que trascienden cuestiones de paladar sobre elegancias y buenos modales. La prohibición para exportar carne fue innecesariamente drástica, cuando debió haber sido mucho más selectiva y criteriosa. Y en este último tramo del año abundaron las desprolijidades, muy probablemente debido a la obsesión infantilmente resultadista de aspirar a cerrar el ejercicio con un dígito de inflación. El ejemplo más notorio fueron las listas con precios de referencia que llenaron páginas de diarios y empapelaron la ciudad. Con la excepción de las listas sobre cortes de carne, que reflejan lo que efectivamente el consumidor puede conseguir en muchos puntos de venta y distingue calidades, las listas de frutas, verduras y artículos navideños están plagadas de precios que distorsionan hasta el ridículo la realidad del mercado y, por lo tanto, más que guiar desorientan.
Lo peligroso es que la mala aplicación de la herramienta no sólo la torna ineficaz en el momento sino que además abona el descrédito, auténtico e interesadamente inducido por algunos, de los consumidores en la intervención oficial. La confianza no es como un destornillador que se puede recuperar comprándola en la ferretería. La intervención mal hecha para frenar los precios está comenzando a costar un poco cara. Y cuando algo se encarece urge intervenir en el asunto.
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