CONTADO
› Por Marcelo Zlotogwiazda
El conflicto con los docentes primero, con el resto de los empleados públicos ahora, y en general las complicaciones presupuestarias que está sufriendo la administración bonaerense empujaron a que el gobernador Felipe Solá volviese a despotricar contra lo que considera un injusto reparto de los impuestos que recauda la Nación y trajera del olvido uno de los desarreglos institucionales que arrastra el país desde hace largos años: la perimida y recauchutada Ley de Coparticipación Federal. Es una asignatura pendiente que viene desde antes de 1994 pero que en la nueva Constitución quedó plasmada como un imperativo. El artículo 75 ordena sancionar una Ley Convenio de Coparticipación, que para su concreción requiere que primero haya acuerdos de base entre todas las provincias y el gobierno federal, que luego sea aprobada en el Congreso por mayoría absoluta, y que después sea legitimada por las legislaturas de cada distrito. Es decir, se requiere un nivel de consenso muy pero muy difícil de construir en lo que es un juego de suma cero: cambiar las pautas de reparto implica que algunas provincias ganen a costa de otras, o que alternativamente las provincias sumen una porción cedida por la Nación. Es sencillo comprender por qué no se avanzó prácticamente nada. Más fácil aún si se considera que hay intereses que entre autonomía o dependencia se inclinan por la segunda.
Mientras tanto, la vieja ley fue sucesivamente emparchada, y se fue agudizando un mecanismo perverso que se aleja cada vez más de un objetivo federal. A medida que el gobierno central concentra cada vez mayor poder que ejerce con alguna discrecionalidad, las provincias relajan la política fiscal y retroalimentan la dependencia. Sobre esto último alcanza con tener en cuenta que las provincias que reciben asistencia específica para cubrir un gasto teóricamente descentralizado como es educación, ya son más de diez, entre las que figura nada menos que Buenos Aires.
Respecto del ancestral comportamiento de los gobiernos provinciales, que descuidan la tributación local y mercadean políticamente la asistencia del gobierno central, las evidencias van desde lo macro hasta lo ridículo. En un reciente informe sobre “La situación fiscal y financiera de las provincias para 2007”, el Instituto de Estudios y Formación de la CTA elaboró un cuadro sobre el grado de autonomía fiscal de cada provincia, medida como la proporción de los tributos que recauda sobre los ingresos totales: sólo la ciudad de Buenos Aires (83 por ciento) y la provincia de Buenos Aires (48) logran una autonomía superior a un tercio considerando sólo impuestos, a las que se agregan Neuquén (68) Chubut (58) y Santa Cruz (50 por ciento), si además de los impuestos se cuentan las regalías. Todas las restantes dependen de la coparticipación y de otras transferencias en más de un 70 por ciento, y hay siete (Corrientes, Chaco, Jujuy, Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja y Formosa) que no llegan ni al 10 por ciento de autofinanciamiento.
Por supuesto que es de esperar que a mayor pobreza y subdesarrollo el grado de autonomía decrezca y se requiera de las compensaciones que debería contemplar cualquier esquema de coparticipación federal. Pero también es cierto que el nivel de atraso potencia la indisciplina recaudatoria. Como ejemplo grotesco, en Santiago del Estero se cobraron en todo el año pasado 17 millones de pesos de impuesto inmobiliario y 6 millones de patente automotor. Claro que allí no hay Puerto Madero, ni proliferación de countries y barrios privados, ni demasiados autos de lujo, pero hay propiedades urbanas, rurales y autos suficientes como para que esas cifras queden en ridículo por partida doble: por las magnitudes en sí, y porque lo que queda fuera de la bolsa son en su inmensa mayoría recursos de las franjas acomodadas de las provincias.
La asignatura pendiente de la coparticipación que en los últimos años quedó postergada por la urgencia de la crisis y luego por la holgura presupuestaria generalizada, ahora retoma visibilidad porque después de mucho tiempo aparece como amenaza fiscal en el horizonte un deterioro de las cuentas provinciales, que por ahora no es grave pero requiere atención. En ese marco, el déficit esperado por la provincia de Buenos Aires es el más grande, aunque no el único, ya que también calculan cerrar en rojo Neuquén y Santa Cruz, y muy cerca de caer en ese desequilibrio algunas otras jurisdicciones como, por ejemplo, la ciudad de Buenos Aires. Pero dado que las mismas razones políticas y de otro tipo que explican por qué no se avanzó nada hasta ahora siguen vigentes, no queda sino descartar que el remedio al asunto pase por una nueva ley.
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