CONTADO
› Por Marcelo Zlotogwiazda
Por más que el Gobierno siga empacado en maquillar la realidad (y cuanto más fuerte y torpe lo hace más hunde al Indec en el descrédito), ya nadie duda de que la verdadera inflación no es la oficial. ¿Cuánto más alta? Imposible saberlo con precisión, porque para eso existe el organismo estadístico oficial, que es la única entidad en condiciones teóricas de realizar mediciones rigurosas. Pero dejando de lado sensaciones térmicas desmesuradas y exageraciones interesadas, los indicios disponibles permiten estimar que la inflación anualizada debe andar entre el 15 y el 20 por ciento.
Respecto de las causas de esta aceleración de precios el abanico de opiniones se había abierto bastante: están los que atribuyen importancia clave al incremento del gasto público; los que subrayan la expansión monetaria; los que consideran que hay demasiado consumo; los que ven esto último al revés y enfatizan la existencia de una oferta oligopólica que responde en parte con más producción y en parte remarcando; están también los que hablan de la agflación derivada de los altos precios de las materias primas agropecuarias; y están, por supuesto, los que creen que hay un poco de todo lo anterior y de algunas otras causas más.
Pero el abanico no llegaba hasta ahora al extremo de atribuirles a los salarios la responsabilidad del mayor aumento de precios. Ni tampoco alguien se había animado a desempolvar el fantasma de la espiral salarios-precios (en ese orden, por supuesto). Pues apareció el primero. O, al menos, el primero con cierta chapa y poder de fuego. En un artículo titulado precisamente “¿Hacia una espiral salarios-inflación?”, el economista del banco de inversión Morgan Stanley, Daniel Volberg, escribió que “la presión inflacionaria está en alza debido a que el crecimiento del salario real superó al de la productividad”. Y su perspectiva es que “la combinación de una debilitada confianza en la medición oficial de precios, con una productividad que se desacelera, y con demandas sindicales de aumento salarial en línea con las obtenidas este año, pueden colocar a la Argentina en el peligroso sendero de una inflación en espiral”, es decir en progresivo aumento y retroalimentada. De acuerdo con datos que no aclara de dónde obtuvo, afirma que este año “el salario real está subiendo un 10 por ciento, lo que equivale a dos veces y media el crecimiento de la productividad”.
No hay datos, y mucho menos recientes y agregados sobre la evolución de la productividad, un fenómeno que es básicamente la resultante de lo que pasa con la producción, el empleo, el salario y los precios. Pero como una aproximación se pueden comparar dos de esas cuatro variables y extraer como conclusión preliminar que el eje del argumento de Volberg debe ser puesto entre gruesos paréntesis de duda. Si bien es cierto que el salario privado de los trabajadores en blanco aumentó 143 por ciento desde la devaluación, lo que significa que ganó importante poder de compra dada una inflación que orilla el 100 por ciento (aunque bastante menor, también hay aumento real si se toma una mezcla ponderada con el salario de los trabajadores privados no registrados), los precios mayoristas subieron en general durante ese lapso 205 por ciento, y los mayoristas manufactureros un 182 por ciento. Con sólo observar esos números es muy difícil aceptar que el aumento de la productividad haya sido de apenas 4 por ciento como sostiene el economista de Morgan Stanley.
Más allá de la temeraria originalidad de su razonamiento, la recomendación de Volberg no se limita a reprimir la recuperación salarial. Como muchos de sus colegas (alguno de los cuales parecen disfrutar de las dificultades que atraviesa la economía), el recetario también incluye ajustes fiscal y monetario y la revaluación del peso. Es notable la creciente adhesión al coro de los que aconsejan un dólar más barato. Por citar un caso más, en un informe titulado “Cry for Argentina”, Vitoria Saddi, colaboradora del cada vez más conocido economista estadounidense Nouriel Roubini, escribió que “es sabido que mantener artificialmente barata la moneda generalmente conduce a una inflación más elevada, especialmente en los países con experiencia en hiperinflación”.
El Gobierno no se ha dejado intimidar hasta el momento por los viejos fantasmas que se agitan y sigue siendo clara su negativa a cambiar el rumbo y tomar el camino que le marca la ortodoxia. No obstante, lo que se desdibuja cada vez más es su estrategia para enfrentar un problema que es real, que es más serio que lo que muestra el índice oficial, y que no se resuelve rompiendo el termómetro.
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