DEBATE
› Por Alberto Müller *
En el plazo de 25 años, la Argentina ha experimentado con dos patrones económicos opuestos, que dieron lugar a sendos ciclos de crecimiento. El primero, asentado sobre los principios de lo que conocemos como neoliberalismo, se orientó a la apertura económica, desregulación generalizada y privatización masiva. El final catastrófico de este ensayo dio espacio para un ciclo que podríamos denominar “neodesarrollista” en sus intenciones, implementado con cierta tosquedad, en el contexto de una (benéfica) carencia de capitales de corto plazo.
Entre 1993 y 1998 (para tomar los años más positivos de la Convertibilidad, luego de la recuperación posthiperinflación), la tasa de crecimiento del PIB fue de 3,9 por ciento anual. Un período análogo del ciclo neodesarrollista es 2005-2012; el ritmo observado de crecimiento fue de 5,3 por ciento anual. Durante la Convertibilidad fue magro el crecimiento industrial, frente a un agro bastante más dinámico. En el ciclo posterior, es la industria que se muestra más dinámica, mientras que el sector agrícola no tanto.
Pero ambos ciclos tiene en común que encuentran un límite, relacionado con el sector externo. La Convertibilidad se asienta sobre un casi permanente déficit en cuenta corriente, que es enjugado por los ingresos por privatizaciones primero y luego por endeudamiento. El ciclo neodesarrollista muestra una cuenta corriente equilibrada gracias a un fuerte superávit comercial, donde los precios de los commodities agrícolas y mineros tienen un papel central. El límite aparece en 2011, cuando se revierte el superávit energético, y se ponen en marcha variados y conocidos mecanismos de fuga de divisas.
Esta dos experiencias deben ser objeto de reflexión. Ni la estabilidad macroeconómica, ni las masivas privatizaciones ni la profusión de convenios colectivos con salarios a la baja parecen haber conmovido a los espíritus animales empresarios durante la Convertibilidad: la inversión privada fue un magro 18 por ciento del PIB, a lo que debemos agregar un 1 por ciento de inversión pública (promedio para 1993-98). Y cuando se adopta un modelo que impulsa el crecimiento a toda costa, centrado en el mercado interno y con la protección de un tipo de cambio alto, la inversión privada reitera el 18 por ciento del Producto, pese a que la inversión pública alcanza 4 puntos porcentuales (promedios para 2005-2012). Con estos niveles de inversión privada, no pueden esperarse grandes cambios estructurales, y menos aún milagros económicos.
No podemos sino concluir que esto tiene que ver con la naturaleza y el posicionamiento de los actores privados. Por lo pronto, y contradiciendo la idea de que “nadie quiere invertir en Argentina”, la extranjerización de nuestra economía es inusual. El 80 por ciento del valor agregado de las primeras 500 empresas (el 13 por ciento del PIB total) corresponde a unidades de propiedad o con participación extranjera, cuyo interés prevaleciente es la remisión de divisas a sus matrices.
Asimismo, es sabido que una parte importante de las elites económicas (entendiendo por tales a las familias y empresas con capacidad relevante de ahorro) también remiten sistemáticamente fondos al exterior. Y estos comportamientos se manifiestan en ambos ciclos económicos, a pesar de lo opuesto de sus características. La Argentina no es vista por muchos actores relevantes sino como una oportunidad para la acumulación y remisión de divisas. Por otro lado, es evidente la aspiración al consumo conspicuo de las familias de altos ingresos, lo que da lugar para ellas a un nivel de vida comparable al de países desarrollados, cuyo PIB per cápita por lo menos tres veces superiores al argentino. Esto claramente resta recursos a la inversión.
¿Qué podemos plantearnos como objetivo factible de desarrollo, a partir de estas experiencias? Parece claro que la Argentina, como país de desarrollo medio y con razonables capacidades técnicas y aún de ahorro, debe incorporar el crecimiento industrial en cualquier programa a futuro. La amplia disponibilidad de recursos naturales ha dado periódicamente lugar a la ilusión que podríamos evitar este camino; por ejemplo en la década de 1990, cuando se dilapidaron las reservas de hidrocarburos en la exportación, no faltó quién planteó el ingreso del país a la OPEP. Pero a la larga los números prevalecen. Ni los hidrocarburos ni los granos ni las producciones regionales serán suficientes para darle una vida digna a 40 millones de personas.
De todas formas, el patrón deseable no será sólo industrial, sino necesariamente híbrido, porque el sector primario jugará en los próximos lustros o décadas un papel relevante, y es bueno que así sea. ¿Pero cuál desarrollo industrial? Éste es el enigma que la Convertibilidad obvió, más allá de regímenes protectores específicos en el sector automotor y la siderurgia. Pero tampoco el ciclo neodesarrollista dio una respuesta, a pesar de que reiteró el régimen especial para la industria automotriz, con resultados dudosos. Una respuesta “estándar” está en la consigna de “integrarnos a las cadenas globales de valor”, que son las de mayor potencial en términos de dinámica. Pero esta vía no parece abierta a la Argentina. Si hay una ventaja en la extranjerización que hemos destacado es que se facilita enormemente la integración al mercado mundial, porque no hace falta darse a conocer. Sin embargo, poco y nada ha pasado.
Tampoco la vía de la maquila, basada en salarios bajos, es viable en la Argentina. La fuerte recuperación salarial que acompaña al ciclo neodesarrollista así lo demuestra; y es una suerte que así sea.
Resta la opción de la sustitución de importaciones. Hay una opinión difundida que sostiene que esta alternativa es contradictoria con una inserción industrial competitiva; se afirma que de la protección y promoción solo emerge una industria ineficiente. Este argumento, destacamos, no es privativo del neoliberalismo, sino que está también presente en planteos desarrollistas, que ponen en las antípodas sustitución de importaciones y crecimiento industrial exportador.
Al respecto, sostenemos que la opción del crecimiento industrial basado en la exportación no parece estar en el menú de las posibilidades; esto por lo menos es lo que sugiere la experiencia argentina. La vía de la industrialización basada en la sustitución está en cambio más abierta. Pero además creemos que ella no es necesariamente conflictiva con el desarrollo de capacidades exportadoras. Las experiencias de otros países y de otro tiempo así parecen indicarlo: Corea del Sur basó en parte su “milagro” en la sustitución programada de importaciones. Y la Argentina de los años 60 y 70 se fundó en la industrialización sustitutiva, pero esto no impidió un fuerte crecimiento de las exportaciones industriales entre 1965 y 1974. Este factor y un despertar del agro hicieron que entre esos años no hubiera stopandgo (el episodio conocido como Rodrigazo fue más el resultado de un pésimo manejo macroeconómico que una evidencia de un fracaso o agotamiento del modelo sustitutivo). Éste fue un ciclo virtuoso al que Martínez de Hoz vino a ponerle fin.
Sustitución industrial racional con búsqueda de nuevos mercados pareciera ser la única y pragmática fórmula viable. A esto deberá agregarse el desarrollo de las actividades primarias sobre la base de ventajas comparativas, hasta el punto en que sea necesario. En particular, los objetivos de producción de hidrocarburos no convencionales deberán ajustarse al cierre de la brecha externa.
¿Pero quiénes pueden ser los actores que encaren este camino? Parece claro que una parte importante de la cúpula empresaria tendrá relativa convicción, y retaceará apoyos. Una Unión Industrial Argentina que en el conflicto clave por las retenciones en 2008 se alineó con el “campo” es la mejor ilustración de esta defección: las retenciones son la forma de incrementar competitividad al sector industrial, a la vez que pueden proveer fondeo para un programa de desarrollo. Pero la genérica oposición al Estado, unida a la muy mala explicación que brindó el Gobierno sobre este tema, pudieron más. Una diferente clase empresaria estaría pujando hoy día por asociarse con la Comisión Nacional de Energía Atómica o el Invap, en cuanto líderes en tecnología. Pero no hay tal puja.
Sólo un proyecto político con objetivos claros, apoyando en un Estado bastante más competente e idóneo que el actual, puede encarar con éxito este camino, que nos parece el único posible. Será este proyecto, en última instancia, el que prohijará a una nueva clase empresaria.
Será una tarea compleja y difícil, donde no faltarán errores, y donde no está asegurado ningún “milagro”; nuestro país no protagonizará crecimientos similares a los del sudeste asiático. Pero la experiencia argentina muestra que cuando se supo hacia dónde ir (durante la antigua etapa desarrollista que se cierra en 1976) nos fue mejor que cuando dejamos que el mercado fuera nuestra brújula.
Las grandes realizaciones de nuestra economía, no vinculadas a recursos naturales baratos, se originaron todas en ese ciclo industrializador. Allí están hoy día las grandes represas hidroeléctricas, las centrales nucleares, los polos petroquímicos, la siderurgia y la industria del aluminio para probarlo.
* Cespa-FCE-UBA.
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