OPINIóN
› Por Gerardo De Santis *
Las políticas económicas aplicadas por cada gobierno deben ser evaluadas en su contexto y en sus propósitos. Por esto debe entenderse sucintamente que, dada las características estructurales de una economía, sus recursos disponibles y sus potencialidades, la política económica puede ser diseñada para intentar consolidar ese perfil socioproductivo y la estructura social que le es concomitante o intentar modificarlo. Traducido esto a la Argentina, hay quienes consideran que, dada la estructura productiva del país, con un sector primario competitivo a nivel internacional y la dotación de recursos naturales, tan rica y diversificada, la Argentina debe aspirar a ser “Australia” o “canguro”. Entiéndase por esto, un país principalmente primario-exportador y con desarrollo tecnológico a partir de este perfil.
En el período 1976-2001, período marcado a nivel mundial por la acumulación financiera, la Argentina se acopla en mayor o menor medida de acuerdo con este esquema de acumulación (mayor en la dictadura militar y década de los 90 y menor en los ’80). Entre las principales medidas económicas que se toman encontramos: apertura comercial, reforma financiera, achicamiento del sector público pro mercado, flexibilización laboral. Se suponía que con este esquema el objetivo de ser “Australia” iba a ser cumplido sobre todo teniendo en cuenta que el proyecto fue apoyado por el bloque dominante (puesto que respondía a sus intereses), por los organismos internacionales de crédito, por la administración norteamericana, por el FMI, por el gran empresariado argentino y hasta por la burocracia sindical a pesar de los “costos sociales”. Ya sea como ejecutores directos de las políticas u operando en las sombras del poder, en buena parte de todo el período lo hicieron con la “suma del poder público” (del ’76 al ’83) y “casi” con la suma del poder público (entre 1989 y 2001). Los encargados de implementar dicho proyecto fueron los “buenos muchachos” (José Natanson, Buenos muchachos. Vida y obra de los economistas del establishment), y los de diseminarlo y difundirlo los medios de comunicación hegemónicos, que fueron beneficiados desde el primer momento con un poder exorbitante para sostener que el destino era color de (“Doña”) Rosa.
Pero finalmente no terminamos siendo Australia. No llegamos. Nos dejaron a mitad de camino, en la fosa de Atacama de 8065 metros de profundidad, o sea, “en el fondo del mar”. El “viaje” hacia “Australia” termina en 2002 con la peor crisis económica y social de la historia Argentina. A los datos sociales contundentes, como el 25 por ciento de desocupación, el 55 por ciento de pobreza, hay que sumarle la destrucción del aparato productivo, la pérdida de los “saberes” que estaban en los empresarios y en los trabajadores, el desmantelamiento del sistema nacional de ciencia y tecnología, la degradación del sistema educativo, la disolución de las instituciones regulatorias (JNG, JNC), la privatización del sistema jubilatorio (AFJP) y, como caso emblemático, YPF. La Argentina había ahorrado durante 80 años, ahorro que fue invirtiendo en conformar una empresa estratégica (YPF), la más importante del país, que no era una “multi” pero que era de avanzada tecnológicamente y podía competir con el resto de las petroleras. A semejante empresa se la malvendimos a una pequeña destilería (más atrasada tecnológicamente) de un país sin petróleo.
El modelo “australiano” rompió todos los contratos, el de los dólares depositados en los bancos, el de los créditos externos, el del FMI, el de los organismos multilaterales de crédito, el del sistema previsional, los firmados con el Club de París y con toda la sociedad. Sólo era factible vivir en Australia saliendo por Ezeiza.
¿Tenemos que ser “Australia”? A nuestro criterio, Argentina no puede ser “Australia” ni lo debería ser. No puede ser porque tiene una génesis distinta y no debería ser porque nuestro país tiene 42.000.000 de habitantes y Australia funciona sólo para 25 millones. Si fuéramos “Australia”, un tercio de nuestra población no encontraría inserción laboral. Además la diferencia poblacional hace que la relación entre recursos naturales y población sea muy desigual. Australia posee una riqueza de recursos naturales valuada en 40.000 dólares por habitante, mientras que Argentina tiene 10.000 dólares por habitante (¿Dónde está la riqueza de las Naciones?, Banco Mundial, 2006).
En tren de construir una mirada histórica, es necesario señalar que en Australia a los nativos los redujeron al 1 por ciento de la población total a lo largo de un siglo y crearon una “sucursal” del país más avanzado del momento: Inglaterra. Por el contrario, el Río de la Plata fue colonizado por un país semifeudal, España, y trajo como consecuencia una conformación de una estructura productiva heterogénea, un sector competitivo y un sector atrasado precapitalista (Celso Furtado, Desarrollo y subdesarrollo).
En el ínterin, y ante la crisis de 1930, Inglaterra firmó el Tratado de Ottawa en 1932 con sus colonias. Casi un año después Argentina firmó el Tratado Roca-Runciman en 1933. La carne argentina, mejor que la canadiense, australiana o neocelandesa era vendida al imperio más barata (Raúl Scalabrini Ortiz, Política británica en el Río de la Plata). A veces “pertenecer” (en este caso a la comunidad británica de naciones) tiene sus privilegios.
La Argentina no es “Australia”, o algo parecido, por el fracaso estrepitoso del bloque dominante (algunos lo llaman círculo rojo) y sus gerentes, los “buenos muchachos”.
La alternativa de intentar y construir un país industrial es mucho más compleja. En principio, las políticas económicas no son “funcionales” al bloque dominante, más bien son conflictivas con sus intereses, ya que implica un cambio social. Se debe reasignar excedente hacia el sector industrial y de producción de bienes complejos, y hacia sectores sociales que el modelo de los “buenos muchachos” deja afuera. Este es el camino que se ha intentado en estos años. ¿Cuál fue el resultado? ¿En cuánto ha cambiado la estructura productiva? Las respuestas a estos interrogantes nos muestran logros modestos. Lo que sí ha cambiado es la tendencia a la destrucción productiva y a la desarticulación social, y se han logrado importantes avances en la redistribución de los frutos del crecimiento hacia la población más desmunida y en la consolidación de una clase obrera industrial. Tal vez por aquí haya que buscar la respuesta de por qué, si la estructura productiva no cambió tanto, la virulencia de la oposición llega a niveles sólo comparables a las que generó el primer peronismo: porque los que detentan el poder más que temer al cambio de la estructura productiva les temen a los cambios sociales que puedan llevar a la configuración de un nuevo bloque dominante que responda a los intereses de las mayorías, porque la verdadera pregunta es “¿qué impide que seamos una sociedad justa, libre y soberana?”. Respecto de la otra pregunta “¿Por qué no somos Australia?”... esa que la contesten los “buenos muchachos”.
* Director de Entrelíneas de la Política Económica, publicación del Centro de Investigación en Economía Política y Comunicación de la Facultad de Periodismo y Comunicación (UNLP).
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