ESCENARIO › MACRI Y FRONDIZI
› Por Diego Rubinzal
El presidente Mauricio Macri intenta dotar a su gestión de una impronta “desarrollista”. Esa pretensión es reforzada con ciertos gestos para la tribuna: menciones a Frondizi en el discurso de asunción presidencial o declamada intención de imprimir billetes de 500 pesos con la cara de “Don Arturo”. La reivindicación frondizista es de vieja data y trasciende la presencia de funcionarios apellidados Frigerio en el gobierno nacional. Por ejemplo, el retrato del ex presidente por la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI) ya adornaba el despacho de la Jefatura de Gobierno porteña.
La identificación de Macri con el desarrollismo es, por lo menos, imprecisa. ¿Qué implica esa definición en términos concretos? El politólogo José Natanson señala en su artículo “Buda” que “en una primera mirada, el desarrollismo opera como la justicia social, la educación pública o la ciencia y tecnología: significantes redondos sobre los cuales nadie en su sano juicio puede manifestarse en contra”.
La corrección política indicaría que el macrismo no pretende reivindicar los aspectos más polémicos del frondizismo (incumplimiento del pacto con el peronismo, planes de ajuste comandados por Alvaro Alsogaray y Roberto Alemann, política represiva implementada con el Plan Conintes, cierre de ramales ferroviarios, ley de educación libre) sino, fundamentalmente, su estrategia de crecimiento económico impulsada por inversiones extranjeras. En efecto, la creencia en las bondades de la IED podría ser considerado un denominador común. Sin embargo, los ejes principales de la política económica macrista no se corresponden con la agenda desarrollista. Las declaraciones de Macri referidas a que la “Argentina debe pasar de ser el granero al supermercado del mundo”, poco tienen que ver con ese ideario.
El núcleo central desarrollista pasaba por profundizar el esquema de industrialización sustitutivo. El objetivo consistía en alcanzar, de manera acelerada, el autoabastecimiento en ciertos rubros estratégicos. La promoción de industrias básicas (acero, químicas, petroquímicos, soda solvay, petróleo, maquinarias, agrotecnología, automóvil, extracción de carbón, celulosa y papel) pretendía superar el histórico escollo de la restricción externa. Ese proceso fue acompañado por un Estado muy activo. La localización de inversiones no quedó librada a las fuerzas del mercado. Por el contrario, un Estado “programador” estableció claras prioridades en relación con las metas definidas. La contracara de esa política fue un fuerte salto del endeudamiento de 1000 a 4000 millones de dólares. Marcelo Diamand sostiene en Doctrinas económicas, desarrollo e independencia que “aunque una parte de esos fondos sirvió para poner en marcha inversiones sustitutivas en petróleo y siderurgia e inversiones en infraestructura, en su mayor parte las divisas se destinaron o bien a equipar industrias consumidoras de divisas –cuyo ejemplo más notable fueron precisamente las fábricas de automóviles– o bien, directa o indirectamente, a solventar importaciones corrientes”.
El resultado de esa etapa fue el intenso crecimiento de plantas industriales capital-intensivas y de mayor escala productiva que las firmas preexistentes. Las transnacionales se insertaron en actividades productoras de bienes más complejos tecnológicamente (automóviles, fármacos, productos petroquímicos). En ese sentido, la industria continuó siendo el núcleo central de la acumulación productiva y polo “ordenador” de las relaciones económicas y sociopolíticas. El sociólogo Juan Carlos Portantiero afirmaría que el desarrollismo sentó las bases para la consolidación productiva del capital extranjero industrial. El proyecto implicaba la subordinación de la burguesía agropecuaria pampeana, eliminado su poder de veto al crecimiento industrial al minimizar su importancia como proveedora de divisas.
Las primeras medidas adoptadas por el gobierno entrante revelan que el “desarrollismo” de Mauricio Macri transcurre por andariveles distintos.
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