TEATRO › GRACIELA ARAUJO, GANADORA DEL PREMIO FLORENCIO SANCHEZ
La actriz obtuvo recientemente el galardón que entrega la Casa del Teatro por su papel en Las reglas de la urbanidad en la sociedad moderna, mientras se luce en una puesta de Las mujeres sabias, de Molière, en el Teatro San Martín.
El pánico escénico no es problema de principiantes. ¿Acaso no confesó sentirlo Lawrence Olivier y por eso no trabajó durante años en teatro? El comentario es de la actriz Graciela Araujo, quien lo padece, aun cuando atesora una trayectoria escénica impresionante desarrollada en el disuelto elenco estable del Teatro San Martín y fuera de ese equipo. También en radio, televisión (en novelas de Alberto Migré y ciclos dirigidos por María Herminia Avellaneda) y cine: Yo, la peor de todas, de María Luisa Bemberg, y Un muro de silencio, de Lita Stantic, entre otras películas. Lo singular es que superó el pánico en el primer unipersonal de su carrera artística, logrando además distinciones, como el reciente premio Florencio Sánchez de la Casa del Teatro. “Memorizar un texto tan elaborado como el de Jean-Luc Lagarce, sola en el escenario, durante una hora y media, era demasiado.”
Araujo se refiere a Las reglas de la urbanidad en la sociedad moderna, donde, dirigida por Rubén Szuchmacher, compuso a una señora burguesa que lee un manual de comportamiento que hoy provoca risa. La actriz había participado de la Semana Lagarce, leyendo ese mismo texto, pero luego fue convocada por Szuchmacher (coordinador de aquel homenaje al autor francés) para presentarlo como espectáculo no leído en Elkafka. “Dudé mucho, pero Rubén insistió. Me dijo que si no podía memorizarlo, me ayudara con la lectura. Y ahí me tocó el amor propio. Gracias a su insistencia, a su apoyo y al de todo el equipo de Elkafka, sobre todo de ese ser entrañable que es Diego Echegoyen, no hubiera podido hacer el monólogo, ni obtener este premio”, dice ahora la actriz que dedicó el galardón al recuerdo del fallecido Daniel Brarda, socio, junto a Szuchmacher, de Elkafka: “Daniel me veía entrar y reía pensando en mi personaje; conocía frases enteras del monólogo, y recordaba las más graciosas”.
Ahora, en otra etapa, compone a Filaminta, también una dama, pero de un período histórico muy anterior, pues se trata de un personaje de Las mujeres sabias, de Molière, en la que –a pesar de las diferencias entre esta señora y la aristócrata de Lagarce– se descubre en las dos una cómica extravagancia. Molière, de quien se ha dicho que introdujo tipos ridículos en todas las categorías sociales (considerados en su tiempo característicos de las clases bajas), presenta a una dama fascinada por un lenguaje supuestamente elegante y culto. Asunto que da lugar a enredos familiares y torpezas, como el despido de la buena cocinera Martina, cuyas expresiones le producen escozor. La respuesta de la servidora suena sensata: “Quien se hace comprender siempre habla como debe”.
El montaje de Las mujeres... –a cargo del director y régisseur Willy Landin, en la Sala Martín Coronado del San Martín– es otra excelente oportunidad para Araujo, quien se alegra de integrar un “equipo de buenos intérpretes, todos fantásticos, con escenas de lucimiento”, y ahora con contrato renovado por dos meses más: “Llenamos todos los días, y a Kive Staiff (director del Complejo de Buenos Aires) le da pena bajar la obra. La Coronado es una sala inmensa, de 1050 butacas, y aun así se colma los miércoles (con entradas más económicas) y casi llena los jueves, que es el día más flojo. Es un espectáculo muy placentero y con mucho adorno: usamos ropas y pelucas cedidas por el Teatro Colón. Después de protagonizar el monólogo de Las reglas... y ahora Las mujeres..., me he dado cuenta de que más gratificante que los aplausos es oír cómo se divierte el público”.
–¿Diferencia a la dama de uno y otro autor?
–Me cuido de no copiar gestos, porque aquella señora aristocrática de Las reglas... no es Filaminta. Conozco en profundidad las comedias de Molière. Como egresada del Conservatorio de Música y Arte Escénico, que dirigió Alberto Ginastera, hice mi graduación en el Teatro Argentino de La Plata, mi ciudad, donde la maestra era Milagros de la Vega, moderna para la época. El examen consistía en preparar una comedia y un drama. La comedia fue Las preciosas ridículas, de Molière, y el drama, La hija de Iorio, de Gabriele D’Annunzio. Después, ya en Buenos Aires, trabajé en otras obras de Molière, en El burgués gentilhombre, Don Juan y Tartufo, en una versión de Tito Cossa, con un elenco increíble en el que estaban Lautaro Murúa, Roberto Carnaghi, y dirigía Beatriz Matar.
–¿Qué significa “moderna”, en el caso de Milagros de la Vega?
–Entonces no se actuaba como ella, con su estilo tan sobrio y con tanta interioridad. Era maravillosa. Recuerdo su trabajo en La muerte de un viajante, junto a Narciso Ibáñez Menta. Milagros componía a Linda, la mujer de Willy Loman. Narciso sobreactuaba; ella, en cambio, hacía su papel de un modo espléndido, sin alardes. Con Alfredo Alcón, que también la recuerda, comentamos muchas veces aquel monólogo final de su personaje. Inolvidable. Entre esa gente excepcional conocí a Pedro López Lagar, un actor que no engolaba la voz, como en general lo hacían los españoles. Hilda Bernard actuaba con él en Panorama desde el puente, pero enfermó y me llamaron para un reemplazo. Yo estaba trabajando en Cumbres borrascosas, en el elenco estable de Radio El Mundo. Me emocionó estar allí.
–¿Por qué si le causan tanto placer los textos cómicos se volcó al drama?
–Trabajé en comedias del Siglo de Oro español, que tienen humor y son populares, como las de Tirso de Molina. Es cierto que durante bastante tiempo hice obras como María Estuardo, en una versión de Ernesto Schoo; Hamlet, con Alfredo Alcón; La celestina, en una adaptación de Jorge Goldenberg que dirigió Osvaldo Bonet; El pelícano, de August Strindberg, que dirigió David Amitín; y en los últimos años Las presidentas, una puesta de Manuel Iedvabni, pero siempre quise volver a la comedia y profundizar en lo cómico. Creo que necesitamos esas risas en el teatro.
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