TEATRO › NUEVOS RUMBOS DE GUILLERMO FRANCELLA
“Siento que los preconceptos sobre mí se fueron disipando”, dice el actor, que no reniega de su faceta como capocómico televisivo, pero destaca el crecimiento que significa enfrentar desafíos como el del Teatro Astral.
› Por Emanuel Respighi
Así como los futbolistas de elite aseguran sus piernas por millones de dólares o las modelos superstars sus piernas, colas o pechos, a Guillermo Francella no le vendría nada mal asegurarse sus ojos por una cifra que sea proporcional a las carcajadas que provoca en cualquier tipo de público. Es que el ¿último? capocómico argentino hizo de su mirada un recurso imposible de resistir, una marca registrada que superó prejuicios y distancias geográficas, sociales y culturales. Representante del humor popular bien entendido –aquel que no se basa en la ofensa del otro, sino en la capacidad para hacerse identificable para el gran público–, Francella sabe que sus ojos son la llave universal con la que consigue la complicidad del público. Una relación que se mantiene inalterable, incluso, en un género más frío como el musical: basta ir a ver El joven Frankenstein (miércoles a domingo, Teatro Astral, Corrientes 1639) para corroborar esa relación simbiótica. “Nunca pensé en asegurarla, pero sé que pasa algo fuerte con mi mirada”, reconoce, no sin ruborizarse, y extrañamente bajando su mirada. “Fue la que me permitió que la gente me incorpore a su núcleo familiar como uno más”, admite.
–¿La gestualidad de su mirada es una herramienta actoral que fue desarrollando y perfeccionando con el tiempo?
–Nunca entrené la mirada, ni siquiera los gestos. La relación con el público se dio naturalmente. También me pasaba en la vida: cuando era chico y estaba con mis amigos, ya percibía lo que mi mirada generaba en los demás. Y en el trabajo la incorporé desde siempre, pero fue en Los Benvenuto donde terminó de definirme como actor. Era el programa ideal para darle rienda suelta: era un programa en vivo y de comedia. Me doy cuenta de que con una mirada el entendimiento del público es total. Es mágico.
La frase popular dice que además de serlo y proclamarlo, la gente debe parecer o aparentar ser tal o cual cosa. Como para que no haya dudas. En el caso de Francella, entonces, la imagen que da en la entrevista con Página/12 no permite desconfiar de su natural cercanía con la cultura popular, esa de la que es un protagonista excluyente. “¿Me acompañan con unos mates y unos bizcochitos de grasa?”, invita cual mecánico de barrio al cronista y al fotógrafo. Y no da la sensación de que sea una pose: el termo y mate con sus iniciales grabadas (“GF”) dan muestra de que la infusión rioplatense es el acompañante cotidiano con el que el actor aguarda en su camarín el comienzo de cada nueva función.
En El joven Frankenstein, la primera versión internacional del musical basado en la genial película de Mel Brooks, Francella se pone en la piel de Frederick Frankenstein, el científico loco que crea al monstruo con una técnica que heredó de su abuelo. Plagado de cuadros visualmente impecables, el musical se destaca por imprimirle al género el humor criollo, sin por eso perder ritmo y espectacularidad coreográfica y escenográfica. Una obra que en el fino equilibrio encontrado entre el Made in Broadway y la francellización gusta y divierte hasta al público menos encantado por la comedia musical.
–¿Por qué vuelve a incursionar en el género tras haber hecho Los productores en 2005 y 2006? ¿Responde más a que descubrió tardíamente un género que lo atrapó o a la tentación de hacer la obra de Mel Brooks?
–Tuvo mucho que ver el título. El joven Frankenstein fue una película que cuando la vi me mandó al hospital, creía que me moría de la risa. Me había gustado mucho la locura que había, esos personajes desquiciados, tan bien llevados por Gene Wilder y Marty Feldman, recuerdo cada parlamento que había... Fue una película que me marcó. Y cuando Pablo (Kompel, el productor) me comentó que se iba a estrenar en Broadway, nos pusimos de acuerdo para viajar a verla. La vimos dos veces. Quedamos fascinados. Y fuimos a hablar con los representantes de Mel Brooks y nos dieron un gran voto de confianza, porque habían quedado muy felices con Los productores, que había sido una apuesta local. Por eso Argentina es el primer país en el que la obra se hace fuera de Estados Unidos.
–El musical es un género muy completo, donde además de actuar hay que bailar y cantar. En El joven Frankenstein se anima a todo...
–Trabajar con un equipo como éste me hace sentir muy contenido, muy tranquilo, porque se trata de un género que no domino tanto. Estar con estos monstruos me garantiza crecimiento y calidad. Acá nadie me firulea: si estoy mal, estoy mal. Me lo dicen. No hay demagogia ni complacencia. Si estoy fuera de registro vocal, me lo remarcan para que mejore. Por lo general me remarcan más cosas que hago mal de lo que me elogian. Entonces, cuando llega el elogio o la felicitación me siento pleno. Trabajé mucho para esta puesta. No es un trabajo que lo pude manejar o lo hice de taquito. No fueron sólo ocho horas diarias durante diez semanas, que fue el tiempo de ensayo: muchos meses antes trabajé en el canto y en el tap. Vine preparado. No vine a ver qué pasaba ni a hacer la mía.
–¿Siente que acá lo dirigen más que en la tele?
–Me dejo dirigir. Lo necesito. Me gusta que me dirijan aquellos que saben. Amo cuando me dirigen. Acabo de vivir dos experiencias soñadas al respecto: con Carlos Cuarón en Rudo & Cursi y con Juan José Campanella en El secreto de sus ojos. Estoy ávido de que me dirijan. Estoy como un nene virgen que busca que le digan qué hacer y cómo, por dónde debe ir el personaje. Por supuesto que también pongo lo mío. A veces uno necesita que lo conduzcan para no repetirse y progresar como artista. No sabe la felicidad que siento cuando me dicen que estoy afinando. Cuando me marcan cosas, desde el canto a la manera en caminar en determinados momentos, siento que estoy aprendiendo.
–Lograron combinar a la perfección de Broadway con el calor y el humor local.
–El humor y el calor local se lo fuimos dando de a cuentagotas. Mi personaje es el de un científico que habla con frases rimbombantes, soy un académico, no puedo entrar en el chanta argentino. Pero logramos encontrar un lugar en el que pueda tirar algún bocadillo, pero dentro de un contexto que lo contiene y no se percibe forzado. Encontramos el equilibrio entre el musical de Broadway y el humor argentino. Noto cómo el público, a medida que pasan los cuadros, se va enganchado más y más con la obra.
–El musical está en la antítesis de los personajes que usted suele hacer. Por lo general, interpreta en el humor personajes identificables de parte del público (el perdedor, el chanta, el mujeriego). En el caso de la comedia musical, no genera personajes identificables, son menos costumbristas. ¿Fue ésa una dificultad extra al baile y el canto?
–Son trabajos actorales. El científico loco no tendrá la cotidianidad del almacenero, pero hay giros que son muy nuestros y que no necesitan identificación con el personaje. La clave es la historia. El musical tiene una particularidad que lo vuelve muy frío a nuestro sentir: los actores miran al público, todo es para afuera. Y nosotros logramos vincularnos, mirarnos a los ojos, hablamos cara a cara. Allá tiene un gran despliegue visual, pero no ves carnadura. Y el estrechar los lazos vinculares fue algo en lo que trabajamos a ultranza. Hacemos que el musical tenga vida y se viva, que se entienda.
–Es que no es una adaptación literal, sino una versión local de la obra.
–Nos dieron la obra y confiaron ciegamente en nosotros. Las letras de las canciones fueron adaptadas por Enrique Pinti, al texto les pusimos nuestros giros de humor y hasta hay algunas coreografías que son absolutamente nuestras. Pero el mayor cambio es en relación al científico y el monstruo, esa cosa de ternura que le inyectamos nosotros a esa pareja. Eso no está allá y le agrega un montón de cosas al humor.
–Tiene una extensa trayectoria como actor, pero en el último tiempo pareciera estar buscando nuevos desafíos: se animó al cine en Rudo & Cursi en un papel dramático, se calzó la ropa de director teatral en La cena de los tontos y no dudó en bailar y cantar en Los productores y en El joven Frankenstein. ¿Se aburrió de la televisión?
–La tele se maneja a fuerza de la famosa frase “metamos escenas que nos come el león”: nunca hay tiempo. La marcación actoral en la TV, salvo en un unitario o en programas en los que hay alguna búsqueda específica, no existe. No tenía la necesidad de reencontrarme con la vocación: mi necesidad fundamental es la de tener variedad en los contenidos en los que participo. Necesito que me pasen otras cosas que el hecho de que me vaya bien en la TV haciendo mis guiños. No es que me harté de hacer la mía: sería mentira decirlo. No reniego de mi manera de hacer humor. Pero tengo ganas de que me pasen otras cosas, que pueda tener mi propia personalidad, trascendiéndola a la vez. Casados con hijos fue un ciclo que tenía un ritmo y un contenido que me representaba un desafío. La locura de la tele hace perder rigor a la dirección de actores. En cambio, en las películas o en las obras de teatro, escuchar al otro, intercambiar opiniones entre todo el equipo, son cosas tan naturales como enriquecedoras. Como director, yo me sentí pleno y percibí que mi idea estaba plasmada sobre el escenario. Cuarón dijo que me quise reinventar con Rudo & Cursi. Y yo no sé si la palabra es reinventarme. Lo que sí necesitaba es que me pasen otras cosas como actor, por eso fui a una audición para la película.
–¿Pero esa apertura a otros registros fue obra de la casualidad o planificó que todo esto pasara, aunque sea inconscientemente?
–Busqué que me pasaran otras cosas. A esta altura de mi carrera necesitaba desafíos. Ya lo había tenido en Los productores. Muchos me preguntaban para qué me exponía a ese riesgo si me iba tan bien como comediante. No me importa el ridículo. Quería verme en los hechos, en el trabajo. Y fue una experiencia fantástica. Me causa admiración el rigor que tiene este equipo para trabajar. Porque yo soy así. Aunque doy la imagen de relajado, en realidad soy un obsesivo con el laburo. Y me encanta cuando veo esa misma rigurosidad en los demás. No hay peor imagen que ver a alguien trabajando de taco.
–Usted podría haber seguido trabajando “de taco”...
–Podría seguir trabajando de taquito, pero no quiero. Prefiero sentirme vivo a aburrirme. Yo no tenía ninguna necesidad de presentarme a un casting con 40 actores argentinos para Rudo & Cursi, pero me encantó porque Cuarón estaba virgen de mí: me eligió a mí, con una interpretación libre mía y sin ninguna marcación. No me dirigió nadie. Lo interesante es que después me contaron que el DVD del casting lo vio no sólo Cuarón, sino también estaban Alejandro Iñárritu, Guillermo Del Toro, Diego Luna y Gael García Bernal. Y me eligieron por unanimidad. Y eso me hizo sentir feliz como pocas veces en mi vida profesional.
–¿Siente que en los últimos años el reconocimiento a su figura es absoluto, tanto de público como de crítica?
–Me siento muy reconocido, muy feliz en ese sentido. El reconocimiento de mis pares y de la gente lo tuve desde siempre. Y desde los medios siento que los preconceptos se fueron disipando. No sé si por mí o porque este tipo de contenidos que decidí transitar gustan más. De todas maneras, a mí nunca me han maltratado. En todo caso, la crítica caía sobre los productos en los que participé, ya sea por ser muy comerciales o populares. Siempre gocé de respeto, pero ahora me reconocen más porque gustan más los contenidos en los que trabajo, son menos light.
–A la comedia siempre se la vio como un género menor.
–La comedia es un género muy difícil. Y mucho más en Argentina. Sacarles una sonrisa a los argentinos, con la pálida reinante, es una tarea titánica.
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