TEATRO › MAURICIO KARTUN Y ALA DE CRIADOS, SU PUESTA EN EL TEATRO DEL PUEBLO
Autor de obras tan notables como La madonnita y El niño argentino, Kartun cuenta que comenzó a escribir esta obra con un “impulso chejoviano” que después se fue modificando. “Sigo creyendo en ese fenómeno algo anacrónico de la literatura dramática”, señala.
› Por Hilda Cabrera
La ambición de los que tienen vuelo de criados y la soberbia de una burguesía porteña acostumbrada al mando hacen de la placidez tragedia en la más reciente obra de Mauricio Kartun, nuevamente en la dirección. Ala de criados construye una situación y un clima de rara bonanza sobre el fondo de la Semana Trágica de 1919, como se denominó a las jornadas de huelga en la que obreros y sindicatos, anarquistas y diferentes agrupaciones de izquierda, fueron ferozmente reprimidos. Un ataque que incluyó a la comunidad judía y sus sinagogas. Aquel hecho fue motivo de una temprana pieza de Kartun, escrita en 1970, a la que tituló Agua de colonia y nunca estrenó. En Ala de criados, la puesta que se presenta en el Teatro del Pueblo, se parte de un grupo de señoritos que veranea en la Mar del Plata de comienzos del siglo XX. El lugar elegido es la playa y el histórico Torreón que se levanta frente al mar y durante años guardó una leyenda de fantasmas inventada con fines turísticos. La escena primera muestra a unos jóvenes que pasan con naturalidad de la indolencia a la desmesura al momento de humillar o aniquilar a quienes consideran enemigos. En la terraza de tiro del Pidgeon Club, Emilito, “tilingo con pedigrí”; Pancho, cadete naval metido a cura; Tatana (o Albertina), devenida en amante y poeta, y Pedro Testa, palomero, “krumiro rompehuelga”, servidor que medra, son los protagonistas de una obra singular.
Creador de piezas que hicieron historia, Kartun no se pierde en las metáforas ni en los juegos del lenguaje que maneja a la perfección entre anacronismos y expresiones populares. En el Torreón funcionó el tiro a la paloma, deporte que “reunía a una elite en una actividad de tardecita en la playa amenizada con drinks”. Esta diversión era justificada por los tiradores con el argumento de que “todas las palomas que morían y quedaban dentro de la pedana de tiro, o sea la terraza, eran donadas como alimento a sociedades de caridad”, observa Kartun, quien ha indagado sobre esa misma clase en El niño argentino: “Cuando en Europa se hablaba de alguien aparatosamente rico se decía ‘rico como un argentino’, o sea alguien con ganas de gastar y figurar, de mostrar una magnificencia que contrastaba con las otras clases sociales, porque se estima que la clase media como tal (con aspiraciones de acumular riqueza y ascender socialmente) nace a comienzos de la década del ’20”, puntualiza.
–Una clase que necesitaba sirvientes, quienes, como se vio en El niño argentino y ahora en Ala de criados, no tienen otra alternativa que obedecer...
–En este caso Pedro Testa no es exactamente un criado, porque se desprende de ese rol para ser cuentapropista. Ese sería el punto social del enfrentamiento.
–¿Qué hay entre “el tiro al pichón” y la obra La gaviota, de Anton Chejov?
–Empecé escribiendo esta obra con impulso chejoviano, y por algo azaroso. Estaba de sobremesa con Daniel Veronese, quien estrenó unas adaptaciones tan bonitas de las obras de Chejov, y me pregunté por qué no tomar el espíritu de este autor para mostrar esos lugares de veraneo nuestros, o esas campiñas en las que aparentemente no pasa nada y, sin embargo, pasa algo por debajo. Pero ese primer impulso se fue al demonio porque mis personajes se volvieron más desmesurados de lo que soporta una poética chejoviana. De todos modos algo quedó, pero como ocurrencia.
–El vuelo de un pájaro es símbolo de libertad. Cuesta aceptar la matanza, lo mismo que la de las toninas, o como dice Tatana, la de los caballos...
–Claro, no tiene sentido. Es repulsivo y a la vez curioso desde el punto de vista del cazador. Vengo de una familia de cazadores, pero de perdices, de gente que salía al campo a la madrugaba y comía lo que cazaba. Pero siempre me llamó la atención la desesperación del cazador por acumular gran cantidad de presas y practicar una especie de ritual sanguinario masculino en el cual se dispara y dispara. Pienso que en algún momento ese tipo de cazador pierde el sentido de a qué le está tirando. Hace unos años quise recuperar aquella época de mi niñez en la que acompañaba a mi viejo. Tengo una casa fuera de Buenos Aires y se me presentó la oportunidad. Me pareció bien, pero después me di cuenta de que no era lo mismo. La idea de enfrentar al animal muerto me produjo algo en la conciencia adulta que no estaba presente en la conciencia infantil. Fue una experiencia frustrante.
–¿A qué se debe el gusto por un lenguaje que incluye anacronismos y términos populares, como los que utilizó en Rápido nocturno aire de foxtrot, La madonnita, El niño argentino y Ala de criados?
–Eso ya estaba en mis obras anteriores. En mi trabajo como dramaturgo trato de construir un mundo que tenga determinado color, determinada forma, y eso lo proporcionan las palabras. Crear un mundo es crear el color y la forma que nos permitan remontarnos a ese mundo sin que tengamos que traducirlo. No me reconozco como “traductor de época”. En todo caso soy “constructor de un verosímil de época”, y dentro de ese verosímil me gusta utilizar palabras que quizá no tengan sentido para las nuevas generaciones. Esto no se debe al deseo de que las aprendan, sino a que para mí la dramaturgia es letra y música. Cuando las palabras se relacionan con lo musical adquieren valor y son comprendidas dentro de esa totalidad.
–¿Es necesario un público despierto?
–Un espectador que no pretenda que se le explique todo. Recelo de la dramaturgia que traduce, aclara y se pone al servicio del público. Lo interesante es crear un mundo para que el espectador lo habite haciéndose cargo de la dificultad de habitarlo. El autor debe lograrlo sin que su tarea sea ingrata para él y los otros.
–Alguno irá al diccionario.
–No sé. Creo que la obra se entiende en la totalidad. Utilizo palabras del francés porque eran de uso en aquella época y en esa clase social.
–¿Semejante al argot y el cocoliche en las clases bajas?
–Así es. Hoy odiaría que algún versionista cambie las palabras que se dicen en Babilonia, de Armando Discépolo.
–Pero entonces se escribía para un público que las conocía.
–Naturalmente, pero si yo tomo ese universo, quisiera que ese universo tenga esa vida. ¿Por qué voy a crear otro que lo allane? No uso palabras por su rareza, sino por su connotación y el placer que proporcionan. Si uno entra a un galpón de ferrocarril y escucha la conversación de dos obreros sobre su trabajo es probable que no entienda algunas palabras. Sin embargo sabrá de qué hablan por el contexto.
–¿Basta con sugerir?
–Me resulta fastidioso que al teatro se le exija la claridad que no se le pide a la narrativa. Uno está acostumbrado a encontrar en la narrativa giros, palabras y formas que no se comprenden. En el teatro hay una especie de condena. El poder poético del texto teatral se ha reducido a una transmisión de ideas a través del diálogo. Esto es perder el extraordinario capital que durante 2300 años fue construyendo el teatro, que ha sido un fenómeno poético del lenguaje. Algunas tradiciones europeas, como la francesa, por ejemplo, disfrutan hoy de ese valor. El cine y la televisión le han dado a lo coloquial un valor utilitario. Yo sigo creyendo, en cambio, en ese fenómeno algo anacrónico de la literatura dramática. En todo caso es lo que me gusta y fabrico.
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