TEATRO › ANA MARIA PICCHIO Y LA REPOSICION DE “EL PAN DE LA LOCURA”
La obra de Carlos Gorostiza tiene más de un vínculo con Cromañón: “La gente se informa y se transforma con este arte”.
› Por Cecilia Hopkins
Cuando en la infancia le detectaron a Ana María Picchio un defecto de dicción, sus padres la mandaron al centro para que estudiara declamación. Esta actividad no solamente la hizo muy popular en su escuela de Floresta, sino que sirvió para que todos le descubrieran su potencial actoral. De modo que, a pesar de que ella había manifestado sus deseos de estudiar medicina, en su casa la convencieron para que siguiera la carrera de actriz, acaso también para cumplir con el sueño inconfesado de su madre. “Es que las mujeres de antes que se casaban tan temprano soñaban todas con ser artistas para salir de la casa”, afirma Picchio en la entrevista con Página/12. “Así que mi mamá, cuando fue al conservatorio que entonces estaba en Callao y Las Heras y no le gustó el horario, se metió en el del al lado, en el conservatorio de música, y determinó que yo iba a estudiar ahí. Pero yo decidí que no iba a hacerle caso.” Tal vez sería ése el primer acto de rebeldía que supo permitirse a la hora de poner freno a tanto mandato familiar. Una vez recibida de actriz, las imposiciones quedaron a cargo de los vaivenes del país y el medio artístico. Picchio acaba de reponer El pan de la locura, de Carlos Gorostiza, bajo la dirección de Luciano Suardi, obra que marca su regreso al ámbito del teatro oficial, luego de 32 años de ausencia.
La pieza, que subió a escena en agosto de 2005 en el Teatro Regio, ahora se presenta en el Teatro de la Ribera (Pedro de Mendoza 1821). Estrenada en 1958, la obra toma lugar en una panadería de barrio donde, por pura negligencia, se elaboran varias horneadas de pan con harina de centeno en mal estado. Alertados de las posibles consecuencias fatales del descuido, ni el dueño ni los empleados son conscientes del lugar que cada uno ocupa en la cadena de responsabilidades. Tampoco los inspectores cumplen con su tarea específica: antes del suceso, el funcionario deja de efectuar el control de rutina tentado por un paquete de factura. Y luego de la denuncia, las cosas vuelven a su cauce, tras el pago de una multa. La conclusión general: “Aquí no ha pasado nada”. Sin demasiado esfuerzo de interpretación, la pieza remite al espectador a la causa Cromañón. Claro que, aparte del tema de la falta de responsabilidad pública y la necesidad de una toma de conciencia al respecto, tiene lugar la tenue historia de amor entre Juana, la esposa del dueño del negocio (Ana María Picchio) y el maestro panadero (Marcelo Mazzarello, quien reemplazó a Alejandro Awada). Completan el elenco Enrique Liporace, Osmar Núñez, Gabriel Correa, Sergio Boris, Nya Quesada, Muriel Santa Ana, Emiliano Dionisi, Matías Umpierrez, Iván Moschner, Pablo Rinaldi y Pedro Ferraro.
–¿Cómo es que su mamá, su tío y su madrina la convencieron para que ingresara al Conservatorio Nacional de Arte Dramático?
–Antes los chicos recibíamos órdenes. En realidad yo quería estudiar medicina: en mi casa se vivía una situación especial, porque mi hermana tuvo parálisis infantil. Los médicos entraban y salían de mi casa y fueron ellos los que operaron el milagro. Para mí, entonces, la medicina representaba el mundo de la salvación. Y los médicos eran como de la familia, porque venían a cualquier hora y uno confiaba enteramente en ellos. A mí me criaron otras personas que tuvieron la buena voluntad de estar conmigo, así que para mí la familia se volvió muy grande, porque formaban parte de ella todos los que me ayudaban.
–Sus comienzos están más ligados al cine que al teatro...
–Yo estudiaba en el Conservatorio pero para hacer teatro y no cine, porque antes esa diferencia estaba muy marcada. Pero cuando David Kohon estaba buscando una chica nueva para su película Breve cielo me ofrecieron el papel a mí, que acababa de debutar en Los prójimos, de Gorostiza, uno de mis maestros de entonces. Después, cuando me dieron el premio a la mejor actriz en el Festival de Moscú yo sentí que acá algunos me hacían una especie de marca y eso no me gustó nada. Por eso me fui a España, donde viví haciendo artesanías en cobre y cuero. Cuando volví, decidí quedarme porque me habían llamado del Teatro San Martín.
–¿Pero cuáles habían sido sus planes antes de recibirse?
–Yo estaba preparada para ser una actriz del gran teatro, como del Primer Mundo, porque tuve una formación muy completa. Pero este tembladeral nos agarró a todos y tuvimos que olvidarnos de nuestros objetivos porque era imposible cumplirlos. Yo siento que la dictadura, las listas negras, la desaparición de amigos queridos me cortaron el camino. Después de La tregua teníamos cuatro películas por hacer. Y no se pudo. Después me dediqué a hacer televisión, me escabullí y siento que perdí mucho el tiempo.
–¿Qué pasó luego de filmar La tregua con Sergio Renán?
–Vino el desastre. Las figuras que eran nuestros modelos se fueron del país y, como dice Benedetti, los que se fueron adquirieron la libertad y los que no, quedaron con la geografía. Nos sentíamos muy solos, no sabíamos con quién trabajar. Para nosotros el teatro siempre fue una cosa seria, el vehículo de las situaciones más delicadas del ser humano.
–¿Y la televisión?
–Antes no existía para nosotros. Sólo veíamos bien participar en los ciclos dirigidos por gente de cine. Ahora, la televisión te absorbe por completo, pero a veces es el mismo actor quien acepta entrar en la industrialización de la profesión para que la gente después vaya a verlos al teatro. Porque el teatro pone al espectador en un lugar muy privado. Hay gente que tiene miedo de no entenderlo del todo. Me parece que antes eso no pasaba porque se tenía un vínculo mayor con el teatro.
–¿Desde cuándo percibe que se abrió una distancia entre el teatro y su público potencial?
–Antes se podía pensar en poner obras a cualquier hora y que la gente llenara el teatro. Creo que en los ’80 algo empezó a cambiar. Una pena, porque las cosas que pasan en la realidad se anticipan en el teatro. La gente se informa y se transforma con este arte, tiene una oportunidad para crecer, porque apela a su imaginación y esto le abre la cabeza. Pero este retroceso del teatro tiene que ver con la falta de educación, con la falta de un plan cultural.
–¿El actor fue cambiando su forma de trabajo?
–Sí, me parece que hay menos artesanía en la profesión porque como hay menos plata, hay más apuro por estrenar. La televisión también es un medio muy veloz, porque el rating manda. Esto hace disminuir al máximo el tiempo para que un actor aborde su personaje. En el teatro profesional rara vez se ensaya más de dos meses. Y cuando la obra se construye junto al público, se va transformando en otra cosa.
En diciembre de 2001, Picchio fue convocada para la reposición de Made in Lanús, en homenaje a su autora, Nelly Fernández Tiscornia, junto a Soledad Silveyra, Hugo Arana y Víctor Laplace. Pero poco después del estreno sobrevino el corralito y la obra, centrada en los avatares económicos de la clase media, cobró una vigencia inusitada. La temporada en Mar del Plata se prolongó entonces en una gira por todo el país. El elenco recorrió 57.000 kilómetros e hizo funciones hasta en Ushuaia. También fueron a España. Para Picchio, el perfil que la define como una actriz ligada a los devenires sociales no es otra cosa que una construcción compartida entre ella y sus espectadores. En El pan de la locura, Picchio está a cargo de un personaje que, a su modo, intenta cambiar el estado de las cosas: “Juana está desesperada, quiere llegar a la verdad de lo que está sucediendo –analiza la actriz–, pero ante el peligro de lo que pueda pasar, nadie se quiere meter. En la obra de Gorostiza hay una constante muy argentina: el no te metás. Apenas leímos el texto, todos vimos la similitud de la obra con el caso Cromañón, porque se habla del tema de la inseguridad y las inspecciones que no se cumplen. Hoy estamos a merced de las situaciones de peligro. Y ya nos acostumbramos a mirar para todos lados y a estar en estado de defensa permanente”.
–¿Guarda algún punto de contacto con su personaje?
–Juana era maestra pero abandonó su carrera para trabajar con su marido. Y soporta sus infidelidades sin decir nada. Yo no puedo concebir tanta resignación y pasividad: nunca dependí de un hombre, jamás me mantuvieron ni me dieron órdenes. Soy de una época en la que era interesante ser uno mismo. Era parte de una forma de vida que habíamos adquirido después de tantas cosas que nos habían negado nuestros padres. Antes estaba muy mal visto que una mujer estuviese sola, porque se pensaba que algo debía haber hecho para no haberse podido casar. Esos conceptos, esas frases condenatorias deberían quedar en el olvido para siempre. Volver atrás, de ninguna manera.
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