TEATRO › DONDE COMIENZA EL DíA, EN EL ESPACIO CULTURAL NUESTROS HIJOS
En la obra-instalación de Fernando Rubio, el público, dividido en cabinas de tela, recibe la visita rotativa de personajes que parecen caminantes de la vida. “En esta época hay un olvido del encuentro y de la idea ritual del teatro”, sostiene el director.
El reloj marca las 18. La tarde del sábado regala una brisa veraniega y muchos mosquitos. Alguien camina y ofrece repelente, otros conversan y unos cuantos, entre árboles que abrazan, buscan al sol en un cielo de espléndidas hojas verdes. A unos metros, en el predio del Espacio Cultural Nuestros Hijos (Avenida del Libertador 8465), está el objeto de miradas que, por momentos, le gana a ese sol escurridizo. Es un grupo de siete cabinas blancas donde tendrá lugar Donde comienza el día, escrita y dirigida por Fernando Rubio. Siete historias breves que conforman una, contadas de una manera muy particular: el público, dividido en las cabinas de tela, recibe la visita rotativa de personajes que parecen caminantes de la vida. Seres abrumados por la soledad que no quieren estar más solos y que, a fuerza del diminuto espacio en el que transcurre la obra-instalación, generan un vínculo con el público a través del contacto visual y la espera de resonancias del texto en los rostros y en el cuerpo. Otra entrega de lo que el autor despliega desde sus comienzos y con más ímpetu con la conformación, en 2001, de la compañía Intimo Teatro Itinerante: una ruptura con la noción misma de “espectáculo”, para erigir un “acontecimiento”. “La búsqueda está en la verdadera conexión con la gente, cómo la obra la atraviesa y empieza a multiplicarse, a mutar de acción a reacción”, explica Rubio en la charla con Página/12.
La primera impresión es que Donde comienza el día juega con los vacíos: textos punzantes y de suma potencia literaria que parecen inconexos, deliberada neutralidad en los personajes y una puesta despojada. Pero son vacíos que, precisamente, pueden llenarse de todo: dependerá de lo que suceda en cada cabina y, más particularmente, en cada espectador. “Le damos un lugar muy único y activo. Tratamos de que sea consciente de que no nos da lo mismo que sea él u otro. No en el sentido de ‘mirá qué nobles que somos’: es algo real y concreto. No nos da lo mismo que nos mire o no o que parezca que desconfía de la situación”, concluye Rubio, que también actúa. Con un formato similar a Cuentos para un invierno largo, la primera obra del elenco, el director quiso hablar de una época. “Estaba con una gran fuerza pero muy vapuleado por la muerte de gente muy querida. Esas situaciones límite me pusieron frente a la idea de escribir este texto. Desde muy chico tengo una percepción de lo trágico. No es tan fácil correrse de eso cuando uno es sincero con lo que cuenta. Partí de mirar profundamente una época. El capitalismo y la modernidad han construido una idea muy perenne de las cosas, los sentimientos, los vínculos: todo puede ser destruido, olvidado ya. Pero, a pesar de mi mirada atormentada, siempre creo que hay algo más. Aunque la época por momentos me parezca una mierda confío en que existen todavía lazos de algo maravilloso”, reflexiona Rubio.
–¿Y dónde están esos lazos?
–El aspecto crítico funciona desde el aceptar lo que está sucediendo. No podemos tirar serpentina, pero sí demostrar que es posible otra cosa. Lo maravilloso trasciende cualquier época. Está en nosotros. En la posibilidad de confiar en nosotros y de seguir hacia adelante. Lo desconocido es el lazo más importante de esa cadena imposible de apresar. No se puede pretender dominarlo todo. Cuando siento que me dirijo hacia algo que me lleva sin hacer preguntas, que no puedo responder pero estoy en movimiento; en esa plenitud aparece lo maravilloso. La época no es ni más ni menos que nosotros mismos y yo quiero mostrarme algo diferente.
La obra no acaba en un mensaje apocalíptico. El espectador está allí, compartiendo sus sensaciones con cinco desconocidos. Su llanto, su risa, su incomodidad, su timidez. “El actor observa al espectador colectivamente. Somos un grupo de personas que está viviendo eso que transcurre a partir de la historia que cuenta un actor. En la dirección trabajé mucho con ver hasta dónde se llega. No construimos un monólogo. Trabajamos con las posibles reacciones del espectador”, añade. Dentro de ese juego de variables en el que se circunscribe lo que le pasa al espectador, también está el espacio. Que la obra se desarrolle en el ECuNHi hace rumbear al pensamiento para un lugar. “Nuestro trabajo pasa por estudiar las geografías, ver cómo van siendo cuerpo de la obra y la resignifican. Es un desafío estar ahí por lo que presupone y por cómo entra la gente, sobre todo la que nunca fue. La primera vez que entré se me caían las lágrimas y me pregunté si había que ir a hacer teatro ahí. Es significativo que la ex ESMA sea un lugar donde se construye ese relato. Una cabeza que entra a lo que fue la ESMA salió de una obra de teatro”, desliza, y adelanta que el próximo escenario, luego de las tres funciones en el ECuNHi, será la Biblioteca Nacional, donde se ofrecieron ensayos abiertos el año pasado.
Cercano a las artes visuales y a la música, Rubio dice “no reconocer límites en la creación”. Está en el proceso final de Las manos al piano, documental sobre Fito Páez que escribió y dirigió y que se presentó como work in progress en el Festival de Cine de La Habana. Mientras, en Austria se proyecta Perdido en un amanecer, una historia sobre los inmigrantes españoles en la Argentina que aún no se estrenó aquí. Hablar. La memoria del mundo es un proyecto que, dice, lo acompañará hasta el final de sus días: propone a la gente responder a la pregunta de “¿qué es lo más bello que hizo en su vida?”, y acompañar esos textos con un retrato.
–¿Desde qué lugar lo suyo no es exactamente un espectáculo?
–En mis obras hay una crítica a la espectacularidad. En esta época hay un olvido del encuentro y de la idea ritual del teatro. Se piensa en el espectador como un número en una butaca que genera guita. Yo busco otra modalidad de presentación. Nada es original ya. Pero hay una idea regular del teatro: cómo se presenta, cuántas veces por semana. Todas esas cosas no me interesan para nada. Prefiero mirar a los tipos más inteligentes. Estoy orgulloso de los maestros que tuve. Yo no sería el mismo si no me hubiera sentado tantas tardes a hablar con Pavlovsky o con (Norman) Briski. (N. de R.: con él fundó la compañía Brazo Largo, en 1999.)
–¿Y qué es lo que un acontecimiento busca generar?
–De Guy Debord me influyó no tanto la idea social del arte como posibilidad benefactora, sino la construcción estética como aspecto crítico y movilizante. Después del Mayo Francés le preguntaron a (Gilles) Deleuze si la revolución era posible y dijo. “No lo sé. Lo que sí creo que es posible es generar pequeños acontecimientos diarios que revolucionen la cabeza de la gente.” El teatro es un motivo valioso para acercarse a alguien. El público tiene que tomar la decisión de entrar a un lugarcito cerrado. Son cosas que a veces incomodan. Y está bien que así sea. No puede ser todo delivery.
* La entrada es gratuita, pero la capacidad limitada. Para reservas y consultas, dirigirse a [email protected].
Entrevista: María Daniela Yaccar
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