TEATRO › UN HUECO, OBRA PARA VEINTE ESPECTADORES EN EL CLUB ESTRELLA DE MALDONADO
La obra dirigida por Juan Pablo Gómez, y con actuaciones de Patricio Aramburu, Alejandro Herner y Nahuel Cano, tiene su eje en un velorio en un club de pueblo. “Queríamos ser tan reales como la pared y tan ineludibles como el locker”, dicen ellos.
En el 1439 de la avenida Juan B. Justo está la sede del Club Estrella de Maldonado, inaugurado en 1930 por “un grupo de muchachos llenos de ilusiones que decidieron conformar un lugar donde juntarse”, según consigna su página web, y que aún puede ser catalogado como “club de barrio” con todas las de la ley. Sin embargo, en ese mismo sitio donde se suceden fiestas de quince, acalorados partidos de fútbol y hockey, y donde don Carlos entrega choripanes, también hay teatro. Subir las escaleras, esperar en un espacio de atmósfera densa donde el espectador es convidado con sandwichitos de miga y café, pasar por al lado de los mingitorios para poder espiar en un vestuario –donde apenas caben veinte espectadores– la relación de tres amigos en una situación límite: ésos son los pasos que forman parte del ritual de Un hueco, que se presenta todos los sábados a las 21.30 y los domingos a las 20.
Contrariamente a las asociaciones que pueda despertar un vestuario y cuatro hombres encerrados allí, la obra que dirige Juan Pablo Gómez tiene su eje en un velorio en un club de pueblo. Quien acaba de morir es el cuarto de un grupo de amigos. Con la intención de escaparle a la falsedad ajena, los otros tres (Patricio Aramburu, Alejandro Herner y Nahuel Cano) se encierran en el ínfimo vestuario, donde comparten miserias, intercambian rencores y, por sobre todas las cosas, sienten. Hay un doble juego de espionaje: mientras el espectador observa una situación en esencia íntima, ellos curiosean qué pasa al otro lado de la puerta. La realidad es que el velorio –una influencia de La ley de la ferocidad, de Pablo Ramos– implica nomás el clima asfixiante por el que se cuelan ejes como la masculinidad, la vida en el campo y en la ciudad y la amistad.
El punto de partida fue hacer “una obra que no necesitara más que de tres actores”, explica Herner, que conoció a Aramburu y Cano en el estudio de Alejandro Catalán hace cinco años. La experiencia compartida en Solos los llevó a volver a juntarse para este trabajo, surgido en base a improvisaciones en pasillos y baños. Sobre la marcha cayeron en la cuenta de que una sala no iba a servirles: “Teníamos la idea de que la actuación compitiera con las paredes. Queríamos ser tan reales como la pared y tan ineludibles como el locker”, subraya Cano. Y entonces, “el espacio es un actor más”. La búsqueda se concentró en la locación de la obra, como si se tratase de una película. “Estuvimos haciendo una suerte de scouting, vimos entre 30 y 40 clubes. Nos encontramos con lugares muy extraños, como un club de pelota-paleta en el medio de Once, con cuatro socios. Los clubes en la ciudad tienen una vida particular, pero la tienen”, afirma Cano. Se quedaron con el Estrella de Maldonado que, comparado con otros, conserva una ajetreada dinámica sociocultural. “Al principio la gente del club no nos entendía, hasta que alguien vio una función. Pensaban que hacíamos la obra en el vestuario porque estábamos en toalla o porque era una prueba para después terminar en la cancha”, reseña Herner.
–¿Cuáles son las ventajas de salir del circuito de salas?
Alejandro Herner: –Ahí hay una sobrecarga, una saturación. En un espacio no convencional, la obra puede ser presentada el tiempo que sus participantes necesiten que sea presentada. Quizás una obra que armaste durante todo un año te dura ocho o doce funciones en una sala, incluso si va bien.
Juan Pablo Gómez: –Eso es algo sobre lo que la muchachada del teatro tiene que reflexionar. Nosotros estamos por cumplir 50 funciones, algo que en el circuito porteño sólo se da en una obra a la que le va recontra bien en términos de público. La vida del teatro es como la de una persona: hasta que no tenés cierta edad, no viste nada. En general, las obras son abortadas mucho antes de que se cumpla su desarrollo. Y otro aspecto es que hay una renovación del contrato con el espectador.
En su segunda temporada, la obra se integró tanto a la vida del club que comenzó a entremezclarse. Los gritos que salen de la cancha y que se meten en la escena son sólo un ejemplo. “En una de las primeras funciones había un torneo de ping-pong. Alguien que ganó entró al vestuario durante la función, abrió el locker y sacó un bolsito, todo con un trofeo en la mano. La ficción no se cortó nunca, la gente lo absorbió y pensó que era parte de la obra. Lo interesante es que esa persona no quiso herir la ficción. Fue algo discreto y real”, ilustra Cano. Lo “real”: una palabra que aparece varias veces en la charla. Gómez define al término como “una posibilidad que uno baraja con la ficción, un hueco que se abre y al cual no se le entra por cualquier lado”.
–¿Y cómo se entra en ese hueco?
J. G: –La nuestra es una obra muy material, como tantas otras. El asunto verdadero no está en contar de qué trata, porque lo temático fue cayendo por añadidura. Es un objeto teatral vivo muy contundente, con mucho detalle, con cosas pequeñas que pasan y que no tienen forma de contarse más que viendo esa pavada que hizo el actor. Un hueco bromea y trabaja mucho sobre el realismo, el espacio real y las actuaciones sinceras. De ahí la idea de reducir la platea, en pos de lograr un aumento de la tensión en la expresión de los actores. No sé quién decía que se perdió la construcción a partir del detalle. Uno lee una novela de Tolstoi y el tipo dice: “Cuando se acercó con su carterita de manija de nácar color rosa”... Esta obra está toda construida de detalles insignificantes. Es el resultado de una especie de formación medio mineral, a la que se le pegaron cosas, más que un proceso dirigido en términos claros.
Patricio Aramburu: –Y también se nota que estar en este espacio no fue una cuestión para llamar la atención. No es que estábamos por ahí caminando, vimos el lugar y dijimos: “Qué buen lugar para hacer una obra”. Eso la vuelve más real.
–¿Hay un distanciamiento del teatro más “intelectual”, que transmite una idea más sólida sobre una realidad?
J. G.: –Es nuestra lectura de qué es lo que se necesita ahora. A este teatro lo denominamos provisoriamente como “teatro material”. La cicatriz de Patricio forma parte del relato tanto como lo que dijo en algún momento. Hoy hay mucho zapping y consumo desatento, por eso es que producir una obra como ésta nos satisface más que la cuestión de transmitir una idea. No porque acá no se transmitan ideas, sino porque el envase en el que vienen es completamente otro: una situación que ocurre de una determinada manera. Por ejemplo, no se entregan volantes al inicio de la función. Ese tipo de cosas conduce al espectador por un tubo, porque hay un antes. Conspira contra la obra en un momento en el que habría que recuperar un poco de concentración del público.
* Reservas: 155-708-5927 o [email protected]
Entrevista: María Daniela Yaccar.
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