TEATRO › PATRICIO CONTRERAS, DANIEL FANEGO, GUSTAVO GARZON Y VICTOR LAPLACE
En Rotos de amor, el cuarteto pone en escena la idea de “pintar con humor las diferentes formas de la masculinidad dolida”, en una interacción en la que resulta fundamental, dicen, “dejar los egos grandes en el camarín”.
A muchos hombres les gustaría encontrar en las conversaciones con amigos un momento para pensar su vida emotiva, y a innumerables mujeres les encantaría espiar ese mundo para tratar de entenderlo. Las dos cosas pueden intentarse mientras se presencia Rotos de amor, una obra de Rafael Bruzza en la que cuatro personajes, encarnados por Patricio Contreras, Daniel Fanego, Gustavo Garzón y Víctor Laplace, buscan en código de comedia una salida a sus abismos sentimentales. Tostados por el sol costero, los cuatro actores –duchos en el oficio de navegar emociones– hablan de su experiencia grupal y, de paso, se animan a revelar algunas de las claves que han ido descubriendo mientras interpretan seres llevados al patetismo por ese asunto que es solución y problema de tantos espíritus: la mujer.
“La idea de Daniel Suárez Marsal (el director) era pintar con humor las diferentes formas de la masculinidad dolida”, rompe el hielo Laplace, cuando ya se escucha a sus compañeros acercarse por entre las butacas en penumbras. “Por eso nos concentramos en hacer un buen trabajo de equipo”, agrega el “Perón oficial” del cine argentino, mientras el resto del elenco se acomoda como si se estuviera montando una versión propia y (¡por una vez!) disfrutable de Polémica en el bar.
–¿Qué pistas les indicaron que estaban funcionando como equipo?
Patricio Contreras: –Nos dimos cuenta el día del estreno (risas). El público es el gran termómetro de ese tipo de cosas. Antes de la primera función les dije a mis compañeros “che, si nadie se ríe, mantengamos el espíritu arriba porque, de última, esto tiene poesía” (risas). Por otro lado, somos actores con trayectoria, nos conocemos desde jóvenes, y eso nos da un vínculo especial. Cuando llegué al país en 1975, Daniel todavía no era actor y Víctor, como después Gustavo, era un galancito. Hoy es un placer mirarme en ese espejo que son mis compañeros y ver cómo han adquirido oficio, cómo cada uno resuelve problemas escénicos de manera única.
Gustavo Garzón: –Indudablemente, la edad juega a favor de quien interpreta. La experiencia te da cierta inteligencia actoral, y por eso podemos permitirnos trabajar desde un contrapunto casi musical, con momentos de mucha comunicación.
“Otra clave –interviene Fanego, mientras Contreras atiende el celular– es que a pesar de que en nuestra vida cotidiana no somos precisamente inocentes, acá recuperamos a nuestro niño. Tenemos cábalas, nos ponemos nerviosos...” Contreras apaga el teléfono e interviene: “Andamos por atrás del escenario haciendo bromas, cambiándonos a las apuradas, tentados de risa... y a veces me digo ‘tipos grandes, che, jugando como niños’... no dejo de asombrarme de lo lindo que es ganarse la vida así”.
El hombre nacido en Santiago de Chile señala que una parte del trabajo que hace evolucionar la puesta corresponde al público, que los jueves, viernes y sábados a las 21.15 y a las 23.15, y los domingos a las 21.15, se acerca al Nuevo Teatro Güemes (Güemes 2955, Mar del Plata). “Después de un par de meses de ensayo, uno está concentrado en asuntos que no son importantes. Cuando al fin tenés al espectador enfrente, él te señala, con sus reacciones, detalles que te parecían insignificantes pero terminan siendo clave”, describe el chileno-argentino.
–¿Y cómo se lleva el narcisismo de los artistas con esa “asociación de individualidades” que cobra vida en cada función?
Daniel Fanego: –Yo estoy convencido de que si bien hace falta cierta cuota de narcisismo, el teatro es algo que se comparte. Hay que guardar los egos grandes en el camarín, porque con el tiempo uno se da cuenta de que el artista necesita del público, del tramoyista y de los otros artistas como condición indispensable para trabajar.
P. C.: –Yo directamente no creo que seamos gente narcisista. Los actores muchas veces son retraídos en su vida social, y eso les ha dado una fama de egocéntricos que yo estimo falsa. Me pregunto qué tan narcisista puede ser alguien que decide involucrarse y expresarse a sí mismo en un laburo colectivo. Es como cuando veo por televisión a las orquestas. Uno dice “¿cómo será esa colorada del violín? ¿Qué tendrá en la mesa de luz? ¿Cómo hace para juntarse y entenderse con ese pelado tan feo que toca el oboe?”. Se unen gracias al arte, que los hace compartir y los saca del egoísmo.
–¿Encontraron en la obra alguna pista sobre el efecto que tiene un amor perdido en la vida de los hombres?
V. L.: –En la obra hay cuatro tipos cuyo conflicto se suscita con alguien que está afuera del escenario, una mujer que es casi una idea abstracta. A mí me parece que eso muestra que el hombre, cuando siente que su compañera está lejos, entra en una crisis tremenda, pierde el eje. Por eso opino que la mujer debe “caminarlo” al hombre, adelantársele, aunque eso provoque un poco de temor. Cuando era chico le preguntaba a mi papá “¿por qué mamá viene caminando un metro atrás?”. “Por las dudas, hijo. Por las dudas” (risas).
G. G.: –Es así. Una pareja te ayuda a dar sentido a la vida. Si no está, tienden a aparecer sentidos equivocados. Se pone toda la energía en el trabajo o en cualquier cosa. Tengo amigos que intentaron hacerse los superados por un tiempo. Pero a la larga el vacío aparece y hay que transitar esas tristezas.
Contreras y Fanego argumentan en una dirección similar. Laplace, subrepticiamente, se pone a ensayar un bolero sobre el escenario y a conversar con técnicos y asistentes sin alejarse de los otros tres, que sincronizan la interacción con la fluidez que les da el kilometraje compartido.
–Después de componer a sus personajes, ¿piensan que hay alguna diferencia en la manera en que hombres y mujeres atraviesan una crisis sentimental?
D. F.: –Yo no estoy seguro de que lo vivan de manera diferente...
G. G.: –Es difícil saber cómo lo viven ellas. Tendríamos que ser mujeres para contestar esa pregunta (risas). No obstante, creo que cuando un hombre es abandonado se enfrenta al problema existencial de perder el sentido de su vida. Al contrario de lo que usualmente se cree, me parece que los de mi género son los que sufren más por amor, porque tienden a enamorarse con mucha más facilidad de la persona equivocada.
V. L.: –Sucede que los cambios socioculturales que se han dado últimamente nos dejaron descolocados, en una posición vulnerable. A pesar de eso, cuando un hombre asume un fracaso amoroso, crece. Rompe, de alguna manera, las reglas que le da la sociedad acerca de lo que debe ser: fuerte, dominante, seguro. En esta obra nadie habla desde la certeza, y eso la hace más interesante para poder pensar, porque esa inseguridad es consecuencia de una caída del narcisismo. Y las caídas del ego traen indefectiblemente una maduración.
–¿El fracaso, une o separa a los seres tan distintos que protagonizan la historia?
P. C.: –Ellos son un club de fracasados en el amor intentando salir adelante sin las herramientas que tienen las mujeres, que después de milenios de opresión han desarrollado sus propias armas contra la frustración. Como si fuera poco, a los hombres nos cuesta horrores referirnos a las heridas propias: en toda mi vida solamente una o dos veces vino alguien a decirme que estaba mal por una mujer. Me parece que, a pesar de que usualmente buscamos un grupo de amigos con los cuales juntarnos y tratar esos asuntos, todavía nos resulta complicado compartir una charla que vaya más allá de los chistes o el fútbol. Es una situación entre trágica y divertida, y así la viven los cuatro “rotos de amor”.
G. G.: –Sin duda, la pena une. Una de las lecturas posibles de nuestro trabajo es que el amor no sólo pasa por el de las parejas. Está también el amor entre amigos, que es igual de importante. Es raro decirlo, pero tal vez, a lo largo de la vida, lo más importante es la amistad. Las mujeres van y vienen, pero si no tenés amigos... ¿cómo te bancás eso?
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