TEATRO › FAVIO POSCA Y LOS SECRETOS DE BAD TIME GOOD FACE
El actor señala que en su último espectáculo intenta hablar “desde el artista, de cómo yo veo lobotomizada a gran parte de la sociedad”. En ese sentido, reconoce que es el show en el que ha volcado “más bajada de línea social”, saliendo del “gueto Posca”.
› Por Facundo Gari
La fábrica de monstruos de Favio Posca debería distribuir cinco pases dorados entre las entradas de Bad time good face, que se presenta los jueves y viernes a las 23.30 y los sábados a la 0.30 en el teatro Maipo (Esmeralda 443), para que un puñado de privilegiados acceda a conocer a este Willy Wonca vernáculo. O eso podría proponer algún espectador que no haya tenido la oportunidad de cruzarse al actor y músico en calles porteñas o de la ciudad bonaerense de Pacheco, donde vive con su esposa y sus dos hijos. Porque lo primero que se nota frente a frente es su humildad. Tras unas cuantas fotos en el pasaje menos Sex & The City de Palermo Soho, la caminata hacia una confitería de la zona –donde se realizará la entrevista con Página/12– se detiene. Y no es una vecina paqueta la que reconoce al artista y pone freno a la marcha, como sería trillado. Es él el que inicia una conversación con una muchacha sencilla que pasea con correa a sus dos perros. “Yo tengo uno igual”, dice Posca y señala al bulldog francés cachorro, gruñón. “¡Es Carita de Concha!”, celebra sonriente.
Minutos después, el mozo se acerca a la mesa. “Yo quiero un cortadito con su correspondiente cuchara de dulce de leche”, pide. El empleado, acaso descendiente de italianos por porte y bigote, asiente. Y Posca observa el gran plasma que cuelga en la pared frente a la mesa –cronista y entrevistado sentados estratégicamente para no darle la espalda a la pantalla– y propone comentar el partido del Mundial de esa hora, esa mañana. ¿Es que no le gustan las entrevistas?, pregunta quien debe hacerlo. “No me joden, para nada. La gente me dice que una de las cosas que más valora es mi naturalidad, porque nunca me comí ninguna y trato de ser auténtico, de respetar al otro, habilitando. Eso es enriquecedor, ahora que cada uno piensa en su quintita y en pisar cabezas. Trato de hacer lo contrario para limpiar un poco.” Justo llega el café y una cuchara blanca con un tobogán acaramelado: el capricho es un gusto.
–¿Cuál es el “mal tiempo”? ¿Es una cuestión personal o más amplia?
–Es una mirada de nuestra sociedad, básicamente en lo creativo. Bad time... habla desde el artista, de cómo yo veo lobotomizada a gran parte de la sociedad respecto de la creatividad y de remover un poco este rebaño en el que todo parece estar bien mientras seguimos cayendo en el abismo. No hablo de determinadas personas o situaciones sociales, sino del comportamiento humano y de un montón de momentos. Como artista no me suele interesar hablar de momentos concretos, pero en este caso estoy hablando de uno, porque es el show en el que más línea social bajo, en donde vuelco más opinión y crítica. Y, también, en el que más logro salir del gueto Posca y mi mundo fantástico para meterme desde lo salvaje en algo bastante a tierra, real.
Usa lentes para sol y un sobretodo negro (que acentúan la evocación al personaje de Roald Dahl). Y, cuando hace una pausa, sus dedos peine se filtran en la melena enrulada. No es que los cuatro enanos que escucha en su cabeza Pitito, ese personaje psicótico que produjo cierto revuelo hace dos años en el programa de Susana Giménez, se le aparezcan para aconsejarle que no putee. Más bien, el gesto da la idea de una olla de fideos en la que el actor necesita sumergir sus manos para hallar las palabras adecuadas. Pero tal vez sea un tic sin anclaje.
–¿Qué produjo en usted ese cambio?
–Varias cosas: estar afuera de la televisión por dos años y por elección, mi madurez artística y la censura que recibí por hacer a Pitito en televisión, toda esa amargura como puede ser la de un exilio. “Está prohibido este tipo de personajes, la locura no está bien vista, andate.” Uno puede hablar de la censura desde un lugar demagógico, desde la poesía, pero cuando el palo te lo comés vos es otra cosa. Pero ya le resto importancia. Pude drenarlo como artista, porque el personaje está hecho con un respeto y una veracidad absolutos, y siento que no lo entendieron. Entonces, preferí irme y rescatarlo para reivindicar la locura.
Eso es lo que transmite en esta puesta: a diferencia de lo que ocurría en sus obras anteriores, Los quiero Muchisssimo y Alita de Posca, sus criaturas –algunos ya clásicos como Mirsha, Angelito y Ernesto Bilacui– hacen un uso ya no tácito sino explícito de su marginalidad, acento que hace de Bad time... un manifiesto cultural, social y político. “Desde la periferia entro a la alta sociedad”, traza. “En general (esa clase social) no me calienta, pero antes hacía una concheta deforme: Pamela. En la mesa con los abuelos le decía al padre, un re-conserva: ‘Tengo que contarte algo: ayer me chupé una chota’, y el asunto se deformaba”, recuerda. A una agitada performance, Posca le suma la potencia de sus canciones, la liturgia de sus monólogos (poblados de sinónimos para “pene” y “vagina”) y un recurso visual “para que la gente flashee”, una especie de arco realizado por Sergio Lacroix sobre el que actúan luces fluorescentes como marco a la pantalla del fondo, en la que se proyectan los videoclips de las canciones del show. La sensación es la de estar mirando un canal muy bizarro, pero desde el lado de adentro de un viejo televisor. “Mi público no va al teatro, busca lenguajes nuevos. Y yo inventé un nuevo lenguaje teatral, que es teatral porque estoy sobre el escenario transpirando dos horas, genero climas y narro historias con personajes”, resume.
–Entonces, lo que pasó en lo de Susana ya fue...
–Totalmente. Si me quedo en la crítica sólo voy a lograr resentimiento. ¿No me gusta esto? ¿Qué propongo yo? Creo que debería ser una pregunta para todos. Deberíamos ser reactivos absolutos. ¡Subversión! Soy un tipo que pertenece a una generación que se ha comido mucha represión. “Posca, no haga reír a sus compañeros. Posca, córtese el pelo. Posca, amonestaciones. Posca, lo echamos.” Me rajaron de tres colegios por generar risa, no por pegarle a una maestra, lo cual es tremendo: por dar alegría me trataban como a un revoltoso. Y eso me pasa un poco en el teatro ahora: siempre hay alguien que dice “cómo este pibe puede hacer esas cosas”. Siempre está la cosa reprimida y represora.
–Sus personajes son de alguna forma esenciales: el drogadicto, la prostituta, el homosexual, el resentido, el loco... Pero en sus monólogos no hay chistes, remates propios de un humorista estándar. ¿Por qué cree que se ríe la gente?
–Tengo un bonus que tiene que ver con algo muy innato. El código siempre está, pero yo creo que la gente se ríe de identificaciones. La risa aparece no por un chiste o un remate sino por una identificación. Viste a alguien así o te pasó a vos. Desde lo más terrible que puede ser la locura, la fealdad, las adicciones, la deformidad, yo rescato la risa hacia la libertad. El objetivo es descomprimir. Es liberador. Te relajás y dejás de tomar tan solemnemente las fallas humanas. Yo no soy solemne en lo que hago.
–No cuida que el público no se ofenda...
–No, para nada. Se han parado miles y se han ido. Y ahora no se para nadie, porque los años hacen que la gente me conozca más.
–¿Y cómo compone, desde el aspecto técnico, a sus personajes?
–Lo técnico aparece mucho después, porque para mí es lo frío. Tengo todo este texto, entonces es como en una película: edito al personaje para que tenga un comienzo, un medio y una buena despedida, que las historias sean potentes, me avalen y no se caigan. A veces parto de una canción o de alguien que vi que me dispara tal vez lo opuesto. Es muy rara mi forma de componer música y personajes. Muchos músicos me dicen: “¡Por qué no este tono, porque lo que hiciste acá es rarísimo!” “Pero yo quiero que haga tana-tina-tana.” “Pero esto es raro.” “Bueno, rompete el culo y hacelo.” Y lo terminan haciendo, pero me putean un poco. Después me dicen: “Boludo, me abriste la cabeza, qué bueno porque yo no hacía estas cosas”.
–Recién contaba que lo expulsaron de varias escuelas y cuando se le pregunta por el origen de sus curiosidades, suele remitirse a su infancia. ¿Cómo era de chico?
–Me cagaba de risa todo el tiempo, pero era bastante conflictuado porque no encontraba el canal para sublimar lo que tenía y que encontré recién a los 17 años cuando empecé a hacer teatro. Antes, la gente me miraba y me decía: “Boludo, vos tenés que ser actor”, y yo miraba como si me dijeran “tenés que ser jugador de tenis”.
–Entonces, ¿qué lo decidió?
–Hubo personas. Estaba terminando el secundario en Mar del Plata, desquiciado después de haber sido echado de varios colegios.
–¿Cuántos años tenía?
–Cincuenta y ocho, ¡jaaaaaaaaa! No, tendría 18, porque repetí primer año, era terrible. Pasa que me ponían “unos” por mala conducta, porque no tenía problemas estudiando. Me iba bárbaro. No era un estudioso, pero era fácil para mí. Y me cagaban porque hacía reír, desconcentraba a mis compañeros. No entendía que había que estar atento una hora. Y no era que fuese un tipo que no pudiera prestar atención, era que cuando me dejaba de interesar, me daba vuelta y arrancaba a hacer caras o a deformar a la compañera de al lado. Si mi compañera era de una forma, yo le sacaba la ficha y la hacía como un gremlin. Era mi ojo. Y la gente se moría. Mirá lo que te voy a decir: nunca salí rey del colegio por bonito, pero salía todos los años el más popular del Joaquín V. González, el tiempo que viví en Córdoba. Después me pasaron a Valle Hermoso, a un colegio de monjas para ver si me podían rescatar. Y yo lo único que pensaba era: “¡Qué lindas tetas que tienen estas monjas!”.
–¿En ese entonces sucedía aquello de que su papá quería matar a su abuela materna? ¿Era en serio?
–El amague era posta. Viví una infancia con peleas y conflictos. Había bastante odio y, por eso, yo trataba de oxigenar todo el tiempo. Conectaba mucho con los árboles, me trepaba con una bolsa de caramelos y miraba caer los papeles mientras se peleaban allá abajo. Y también estuve en el medio de varias discusiones. No es que haya sido siempre un tester, pero estuve en el medio. Encima, como hijo único, no tuve con quién compartir las angustias. Por un lado está bueno ser hijo único, pero por otro no. Bah, yo creo que por ningún lado está bueno ser hijo único.
–El que lea esta entrevista hasta acá puede creer que es cierto lo que dicen algunos tras ver algunas de tus obras: que usted es un puto, loco y reventado.
–Totalmente.
–¿Quiere desmitificarlo?
–Pasa que cuando te das cuenta de que un pibe está dos horas cantando en vivo, deformándose, entrando y saliendo, yendo y viniendo, decís: “¿Cómo hace para aguantar esto?”. Y es un trance, y para entrar en él debés tener aire, mucha concentración y estar muy lúcido. Entonces no soy drogadicto ni puto ni loco. Soy todo. Y es cierto: en algún punto soy todo. Pero no soy nada. Porque yo siento que el artista realmente tiene que poder desdoblarse con total verosimilitud para hacer de una mujer, de un gay, de un drogadicto. Porque si no, ¿dónde está el hecho artístico?
–¿Hay actores que hacen de sí mismos?
–Sí, explotan su forma y punto. Lo que hago y nadie hace con mi estilo es desdoblarme en otras personas. Soy penetrado por esos seres, y no soy yo, desaparezco. Ese trance no es común, por eso no me parece raro que la gente diga “este es puto” o “no puede ser que no esté duro si lo hace tan bien”.
–Ya que tiene exploradas las potencias de su ser, ¿qué sería si no fuera actor?
–Sería otra cosa, pero seguiría siendo artista. Si en el 2012 se cumple la profecía, explota todo y algunos zafamos, voy a seguir siendo artista para tres o cuatro. Si sólo hay mar, remaré inventando canciones. No me imagino siendo otro. Si tengo que laburar de carpintero, lo voy a hacer. Pero siempre haré algo que tenga que ver con el arte. En general el artista tiene un gran bonus track para manejarse en la vida.
–Que es... ¿experimentarse?
–Sí, total. Estoy probándome.
–¿Y alguna vez le costó salir de un personaje y reencontrarse?
–No, porque por suerte tengo claro esta cosa de lo que me pasa arriba de un escenario y abajo. Mi vida es realmente distinta a lo que puedo ser arriba. Y eso es lo divertido. La gente siempre me dice “el teatro implica mucha rutina”. Es cierto, pero en mi caso la paso bien de verdad haciendo flashear a la gente. No tengo grandes pretensiones como provocador. Por eso nunca me sentí un trasgresor. Esa palabra nunca me cerró. Simplemente soy un artista libre que trata de encontrar la libertad y expresar lo que me pasa para que lo entienda la gente. Después me bajo, me subo al auto y doy vuelta la página. También me ha servido mucho poner el cuerpo. Hay una conexión mente-cuerpo más allá de lo obvio, real: transpirar, llámese gimnasia, correr, hacer un esfuerzo para mover tu pensamiento. Con la gimnasia, siento que mi corazón toma un ritmo que no es el de estar charlando o escuchando música. Es un gran removedor inconsciente de psiquis.
–Lleva casi 20 años realizando espectáculos, ¿cómo fue cambiando su relación con el escenario?
–Es como cuando aprendés un idioma, que al principio lo pensás desde el tuyo. Pero después si te vas a vivir a Londres, no pensás más en español. Bueno, yo ya no pienso mucho. Antes, decía “copé este escenario”. Ahora lo hago como andar en bicicleta. Y acá en el Maipo es una tarima muy alta con escalones muy altos. Entonces, prácticamente me lanzo al espacio. Cuando hago a Bilacui, con los brazos pegados al cuerpo, no sé si voy a caer bien. El otro día me caí del escenario. Me fui del otro lado de la pantalla. Y la piloteé con la rodilla hecha mierda.
La charla se desvía hacia un repaso de sus lesiones, hasta que Posca se percata de la hora al ver que el partido en Sudáfrica ya ha terminado.
–Tengo que ir a la peluquería.
–¿Lo acompaño?
–Dale, buenísimo.
Cronista y entrevistado dejan la confitería. Y hace falta sólo una cuadra para que el artista se interne en otra charla con una paseante. Una de las personas sobra y se despide. Una pena, la peluquería hubiera sido un gran cierre.
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